lunes, 17 de mayo de 2010

Donde viven los monstruos


*Alerta de spoilers a partir del párrafo cuatro.

En medio del mar hay una isla donde habitan seres que solo Max puede conocer. Seres peludos con dientes afilados y garras puntiagudas. Seres que son capaces de tumbar árboles o colapsar enormes rocas sin la menor dificultad. Seres salvajes de una especie indefinida, criaturas de terror que espantarían hasta el más valiente de los hombres, pero que sin embargo para un niño como Max son seres amigables y sensibles dispuestos a jugar cuando él cada vez los necesite.
Donde viven los monstruos (2009) se inicia con la batalla entre un niño y un perro dentro de una casa. Gruñen, se muerden, se golpean, ruedan por las escaleras, siguen en pie de lucha. El niño está dispuesto a derrotar a su enemigo y el perro trata de escabullirse. A todo esto es testigo una cámara en mano que confunde al espectador mediante una sinuosa mirada, tan activa como sus dos personajes que se mueven de un lado al otro. De pronto se congela la imagen. Es el rostro distorsionado de un niño –vestido de lobo –feroz por la adrenalina de la lucha. Esta sería la introducción de lo que se verá en los siguientes minutos sobre la última película de Spike Jonze, debido a que su protagonista es un niño, de alrededor de ocho a nueve años, que se encuentra en el cenit de la inquietud y la hiperactividad. Max (Max Records) es incontrolable. Salta, ríe, se mofa, mandonea, muerde, aúlla, ladra, araña, toda una serie de ejercicios que freudianamente podría interpretarse como una manifestación del ello, actitud que el niño aún no ha aprendido a controlar. Es por eso que se muestra en la introducción ese rostro disecado y salvaje de Max. Es la vista contemplativa de un niño rebelde, pero vista como una rebeldía sana. Donde viven los monstruos nos enseña a que el mundo de los niños es a veces una etapa incomprendida; no es como la pintan.
Spike Jonze –esta vez liberado del genio creativo de Charlie Kaufman –realiza un estupendo guión, conjuntamente con Dave Eggers, partiendo del clásico libro infantil de Maurice Sendak. Un cuento de apenas nueve líneas, apoyadas de imágenes ilustradas por su mismo autor, donde se narra el mundo imaginario de un niño que se portó mal y ha sido mandado a dormir sin cenar por su madre. Una mirada similar, pero con un lenguaje más profundo, es lo que aporta Jonze, además de otorgar una creatividad distinta sobre la figuras de los monstruos de Max, estas construidas con una mezcla de títeres de gran tamaño y sci-fi, provocando un mundo mágico donde los personajes de ensueño parecen haber tomado realismo por propia imaginación del menor. Jonze crea dos mundos distintos, uno real (la casa de Max) y uno de fantasía (donde viven sus monstruos), pero que sin embargo no están totalmente desligados uno del otro, ya que Max crea su mundo imaginario partiendo de su realidad. La vida de este niño es la realidad misma que está complementada por sus hábitos de crear o imaginar nuevos juegos o mundos. Pero, ¿qué lo impulsa a buscar un complemento de su realidad?
La vida de Max, su vida de niño, es solitaria. El vive con su madre y su hermana adolescente. La primera es parte de una rutina laboral, mientras que la segunda está en plena adolescencia. Hay también una ausencia paternal. Los padres de Max están divorciados, y es apenas un obsequio lo que Max admira y le hace recordar la imagen de su padre. Además de esto, nunca se logra ver a Max jugando con un amigo de su edad. Los miedos son también diarios del niño. Jonze aclara que este miedo no deviene necesariamente del hogar (como el miedo a la separación familiar), sino también fuera de este. Un ejemplo, es la escuela donde casualmente Max escucha del profesor que "muy pronto el sol morirá y con él nosotros también". La incertidumbre, el miedo, la falta de atención y además la incomprensión; son causas por las que Max se ve en la necesidad de crear sus propios mundos donde pueda hacer sus propias reglas, siempre a su manera. Es complementar lo que su vida de niño necesita. Muy a pesar, no es tan fácil soñar en su propia realidad. Max intenta convivir sus dos mundos, crear sus juegos donde él es rey y su madre y hermana sean sus plebeyos. La incomprensión ante una situación originada de la mente de Max le trae problemas, reprimendas y castigos. Esto prueba que no hay espacio para su mundo imaginario dentro de su realidad.
Para viajar al mundo donde viven los monstruos, Max tiene que exiliarse a un lugar solitario y lejano rodeado por la aguas. Para eso tendrá que pasar por una tormenta en un barquito de madera para llegar a tierra firme y dar la espalda a las mareas bravas de su realidad. Este nuevo mundo es virgen y solitario, casi como los mismos que viven dentro de este. Los monstruos, si bien son seres que viven de diversión como lo hace Max, también comparten las mismas dificultades que el niño. Ellos son víctimas de la soledad, el miedo y otros temores. Unos son frágiles, otros a veces perversos. Uno lleva una mirada triste y siempre moqueando, otro es hiperactivo y descontrolado. Los monstruos de Max han sido creados a su semejanza. Son seres infantilizados que pueden dedicarse todo el día a jugar, pero también pueden herir a los otros cuando se lo proponen. Al jugar se golpean, se chocan y se tuercen, pero ninguno se hace daño. Las heridas se ocasionan cuando se confunde el juego con la afrenta o el deseo de liderar. Son indecisos, dependientes y volubles. Sus pataletas y gruñidos son su modo de defensa para contrarrestar sus temores. Carol es dentro de los monstruos el más violento, pero también el más amigable. Carol abusa de su enojo en muchas oportunidades por temer la desunión entre sus amigos. Su agresividad es su total angustia por desear lo que quiere. Carol es un ser muy hermético por no demostrar de la forma correcta sus sentimientos. Tanto Max como los monstruos, son seres encerrados en un mundo personal que necesitan de alguien supremo a sus deseos que sepa comprenderlos o ayudarlos.
Max, luego de vivir una vida de juego junto a sus amigos imaginarios, sin querer ha creado una discordia entre ellos. Al ver cómo no puede dar solución a los problemas de sus amigos piensa que ellos deberían tener una mamá. Max sabe que su mundo creado no es tan estable como él quisiera. Es momento de volver y tomar una vez más el pequeño barco, cruzar nuevamente las mareas bravas y correr a su casa y luego a los brazos de su madre donde la espera con un pastel en la mesa. El pequeño, por sí solo, ha aprendido una lección. La madurez ha trastocado en el mundo de sus fantasías. Donde viven los monstruos es lo mejor de Spike Jonze hasta el momento – sin mencionar su reciente mediometraje I’m here (2010) que está siendo muy valorada por la crítica –. A diferencia de sus anteriores películas de ficción, Jonze se vale de un estilo propio, siempre contemplativo y específico. Los paisajes son siempre constantes como para dejar en claro que se está viviendo un mundo imaginario. La soledad de Max no está libre de la mirada del espectador que siempre está al pendiente de todo lo que pueda ocurrirle al pequeño protagonista. Desde una isla en medio de la nada, hasta en un reducido iglú, su lugar secreto. Jonze insiste en que haya una visualidad de los sentimientos en cada individuo creándoles un plano donde se remarquen sus gestos tristes o alegres, en ocasiones, valiéndose desde varios puntos de vista o perspectivas, midiendo la movilidad de sus personajes que se pueden mover en un solo punto, pero viven por dentro un frenesí insaciable.
Donde viven los monstruos es ver la imagen de un niño reflejado en un ser peludo con cola de látigo y cuernos. Ver a Max es ver un dulce rostro convertido en un ser inquieto e irritante. Ver a un monstruo de Max es ver a un depredador convertido en un ser tierno y sentimental. Ambos con una naturaleza muy compleja y contraria,  pero que comparten un espíritu infantil, una mirada diferente a como los grandes la pintan.

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