Todas las fantasías
que definían a un pueblo que surca una cala en Marsella se han esfumado, y con
ello sus habitantes o los ánimos de los pocos que han quedado o decidieron
retornar. La casa junto al mar (2017)
hace un panorama de la Francia actual, sobre los cambios en su sociedad y
economía, además de su rol respecto a un tema coyuntural. El reencuentro de
tres hermanos no solo descubre el lado íntimo y dramático que ha reprimido
dolores irreparables y resentimientos, sino que también define posturas
respecto a esas variaciones que han languidecido a un entorno que en un pasado
fue lugar de buenos recuerdos y aspiraciones. El director Robert Guédiguian no
solo hace un retrato grupal o de familia, sino también retratos individuales. A
medida que avanza la historia, cada uno de los personajes va dando razones
consecuentes que responden a un malestar social.
La moral de los
personajes de La casa junto al mar
tienen un aspecto desgastado. El tiempo se ha vuelto un enemigo que no solo los
ha hecho envejecer, sino que ha corroído también el alrededor. El pueblo, antes
paradero turístico, es ahora una Francia ocupada por los militares y los
arrendadores. Ambos, de alguna forma, han espantado a los habitantes. No es
necesario prestar atención a los náufragos de la diáspora siria para
reflexionar en cuanto a la migración como tema de actualidad. Basta escuchar
los testimonios de algunos franceses huyendo de su propio país para entender
que la migración es un síntoma universal. Lo cierto es que entre tanto aire
decadente, Robert Guédiguian comienza a germinar el optimismo. No solo es la
introducción de unos inesperados huéspedes, sino también una autoreflexión, una
suerte de redención motivacional que experimentan sus protagonistas.
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