“Lo que parece ser el comienzo de una comedia romántica adolescente
situada en el contexto de una escuela secundaria de pronto se convierte en una
enigmática y quizás involuntaria introducción al platonismo en el siglo XXI”;
dice el crítico Roger Koza sobre esta película. En efecto, su historia emprende
el “despertar” de una adolescente que en orden de su generación se encuentra asociada
–o resignada– a una rutina de lo apático, el desapego humano, la ausencia de
momentos Kodak, al no ser
experiencias de plenitud o goce físico o emocional, sino plenamente digital,
los cuales banalmente se archivan en los celulares no teniendo más significado
que el del propio registro.
La película no deja de interesar además por su premisa, un ente que
posee cuerpos por espacio de 24 horas, cambia de rostros, personalidad y sexo,
siempre preservando una memoria y personalidad propia. ¿Qué significado tiene
la relación de la protagonista con este ente o catálogo generacional mutable?
No solo resulta ser el testimonio de un “despertar”, sino también es el
panorama a las demandas y exigencias del sujeto millenial. Es la historia de
una adolescente que tiene la opción de tener como amante a alguien que se nivela
a sus líneas de búsqueda, su perfil de gustos, desde lo musical hasta el tipo
de físico. La relación o match de
hecho se establece bajo la fantasía que permiten redes sociales como Tinder o
Facebook. Es por eso que para cuando la situación se va tornando seria, la
protagonista optará por definir el set up
de su amante ideal: “Este es el rostro”.
No deja de ser también, en cierta manera, provocador y hasta transgresor
la idea de cómo una adolescente no tiene complejos en relacionarse íntimamente
con un cuerpo un día y al día siguiente con otro distinto. Resulta entonces la
pregunta, si posee la misma personalidad, ¿acaso no sigue siendo la misma persona?
Pueda que sí, pero incluso si trasladamos este cuestionamiento a una plataforma
digital, un grupo de personas comparten mismos gustos o hasta personalidad, sin
embargo, no son la misma persona o tienen el mismo nickname. Cada día (2018), de Michael Sucsy, da pautas sobre las dinámicas racionales de la generación millenial, una sociedad dependiente de la imagen, ególatras –lo que
resulta siendo el verdadero conflicto del filme–, siempre alineados a
categorías que definen sus personalidades, pero también abiertos a la
diversidad –basta ver el desfile de rostros que asume el ente–, siempre y
cuando compartan por lo menos alguna categoría.
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