Los primeros momentos
de la ópera prima de César Díaz parecen emular el conflicto del protagonista de
NN (2014), en referencia a una labor
que se va tornando personal en razón al drama y la impotencia que implica un
oficio. Ernesto (Armando Espitia) es uno de los tantos empleados forenses
destinados a exhumar los miles de restos que fueron saldo de la extensa guerra
interna que se llevó a cabo en la nación de Guatemala. Su rutina consta en registrar
los testimonios de los deudos del conflicto armado, desenterrar los cadáveres,
buscarles identidad y, finalmente, entregárselos a sus familiares; un circuito
ceremonioso que ha gestado en el joven extenuación emocional y desazón ante el
cruel pasado que se propagó durante décadas. Lo cierto es que esta empatía va
más allá del compromiso social innato. Ernesto es también uno de los tantos
deudos de este conflicto que también lo confinó a una paciencia ineludible.
Nuestras madres (2019) toma como drama central la espera del joven forense,
quien a él ha llegado un testimonio que le alimenta las esperanzas de encontrar
los restos de su padre, un exguerrillero. A propósito de este ser querido
ausente, Díaz extiende una red de dramas, el de los familiares de Ernesto,
también antiguos miembros guerrilleros, quienes padecieron mediante el
secuestro y tortura ejecutado por las fuerzas militares. La coyuntura de los
juicios por el genocidio es otro marco a tratarse en el filme, el del reencuentro
entre agresores y víctimas, una depuración para el perjudicado que implica un
enfrentamiento emocional de una orientación distinta al que sufre Ernesto y,
por ejemplo, las madres de una comunidad rural. Nuestras madres, en efecto, aluden a esas mujeres, y además de
otras, a pesar que aquí la víctima protagonista sean los ex guerrilleros. Y es
que las historias de las madres parecen relegadas en la trama, nuevamente
aisladas a esa paciencia forzosa, mientras el drama y los giros de la película
atienden a Ernesto y los suyos.
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