En la nueva película
de François Ozon, lo prescrito es equivalente a lo impune. La denuncia de un
padre de familia hacia un sacerdote de la Iglesia Católica no estimula la
consternación de la Diócesis en cuestión ni genera la enmienda del acusado. Se despliega
un panorama sobre la perversión encubierta o hasta consentida, en referencia a
un cura con credenciales pederastas, aunque activo en su labor sacerdotal, y
una institución que decidió no erradicarlo. La defensa califica al caso de Alexandre
(Melvil Poupaud) como prescrito al ser un hecho “postergado” y no atendido a su
momento, en tanto, improcedente; y lo cierto es que las leyes de la justicia
pública respaldan dicha sentencia. No será sino hasta que el eco de la denuncia
llegue a otros más para que se ponga en marcha toda una coalición dispuesta a
querellar contra el mismo cura y los superiores cómplices del acusado.
Gracias a Dios (2018) aborda lo que otras películas ya han relatado, sean las
argucias o métodos del pederasta expresadas, por ejemplo, en El bosque de Karadima (2015) como el
disimulo de las altas autoridades de la Iglesia que figura en Spotlight (2015). Lo cierto es que Ozon
se detiene a contemplar una serie de implicancias que sugiere el tópico. Observa
–y de paso cuestiona– la ruta “legal” dentro del terreno de la institución católica
así como las preliminares judiciales, se introduce al ámbito doméstico –el de
las víctimas– para contemplar los modos y niveles de reacción, además de
definir un abanico de perfiles de víctimas por violencia sexual. En
consecuencia a la red de afectados que fueron agredidos por un mismo sacerdote,
es que se propone lo más estimulante de la trama: no es un solo protagonista el
que responde a la dramática.
Gracias a Dios se interpreta como una historia de terror con muchos
finales, efectos, secuelas, que por cierto no recaen únicamente en las
víctimas, sino también en los familiares o parejas de estos. Tal vez no es tan
descabellado esa comparación espontánea entre esta serie de casos frente al
Holocausto. En sendos, los traumas no prescriben, y cualquier indemnización no garantiza
la reparación de la persona. Se coincide además una pugna entre el individuo y
un poder, en donde el primero ha sido sometido y hasta postrado a una condición
de dominado o sumiso. A propósito, François Ozon va arrinconando su trama,
específicamente a uno de sus protagonistas, al conflicto de fe. ¿Puede existir
fe después de eso? Una escena gesta, a medias, el debate. La película cierra
con un colofón anecdótico aunque natural. La coincidencia de casos entre las
víctimas no tiene por qué certificar un consenso de posturas o creencias. Bajo dicho
incidente, el filme se inclina a la negación de la monopolización de dogmas.
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