viernes, 6 de mayo de 2022

Doctor Strange en el Multiverso de la locura

La historia nos ha enseñado que a toda guerra le sigue una temporada de oscurantismo, los rezagos de un conflicto que a su vez germinan uno nuevo, pero de una naturaleza distinta, aunque igual de contranatural. Ahora, esta etapa no es una exclusiva de los perdedores. Incluso los mismos ganadores o condecorados de la guerra son víctimas de los estertores posteriores a la batalla. Se provoca así la extensión de un síndrome de amputación, o la carencia de algo físico o anímico, aquello que impulsa a los damnificados, sea el bando que sea, a consultarse: ¿Valió la pena? Si pensamos en ejemplos cinematográficos, ahí están películas como The Deer Hunter (1978), First Blood (1982), Nacido el cuatro de julio (1989) o American Sniper (2014). Todos son casos de colapsos personales provocados por una frecuente retrospectiva y cuestionamiento de esa nueva vida que llevan. Hay un desencanto hacia el presente o la realidad, y, por tanto, una necedad por retomar el pasado o plantearse la fantasía -o ficción- de una realidad ideal o alternativa. Esa es la premisa de Doctor Strange en el multiverso de la locura (2022), algo que el MCU ya nos había adelantado en la primera parte de Avengers: Endgame (2019), extracto en donde vemos a los Vengadores mostrando su lado más lánguido, actitud consecuente luego de la derrota, mas no diferente a la que también expresan los “ganadores” protagonistas de esta película más reciente.

Desde un punto de vista histórico, el conflicto de Wanda (Elizabeth Olsen) es una secuela de guerra, así como el principio de explorar el multiverso. Los héroes no indagan esas realidades paralelas por el mero deseo de ampliar sus conocimientos, sino por un interés personal, el de encontrar un escenario capaz de curar esas fracturas existenciales consecuencia de sus batallas. Lo hicieron los Vengadores en Avengers: Endgame, lo hizo el neófito héroe de Spider-Man: No Way Home (2021), y Wanda intentará hacer lo mismo en Doctor Strange en el multiverso de la locura. Los damnificados intentan revertir su realidad. Su drama es un drama universal, el de la inconformidad humana ante el destino, el deseo de ser dioses para cambiar el orden de las cosas según sus demandas. Es un acto de egoísmo; ciertamente, una traición a su condición de héroes. En las dos primeras películas mencionadas no luce tan desagradable esa idea, pero en esta última sí que lo es. Sucede que aquí es literal el oscurantismo -la magia negra- posterior a la guerra. Wanda convertida en la Bruja Escarlata es el equivalente a la heroína consumada por su secuela de guerra. Esto es trágico. Volvamos a los antecedentes cinematográficos. El neorrealismo italiano nos enseñó cómo una sociedad inocente, la de los niños, se corrompía. Era el lado más doloroso de la posguerra. Sucede algo similar en la película dirigida por Sam Raimi: vemos la perversión de la heroína.

Según la leyenda alemana, Fausto hace un pacto con el diablo producto de la insatisfacción ante su vida. En la versión de Goethe, Fausto, bajo la venia de su maligno tutor, viajará a tierras lejanas y tiempos distintos al suyo con el fin de encontrar ese goce que le es carente en su realidad. La idea de un multiverso es una antiquísima fantasía asociada a la dramática humana, y es además la fuente de un debate entre el bien y el mal. El seguir el destino es el lado correcto, mientras que el evadirlo implica hacer un desvío rumbo a terrenos maléficos. Cuando cruzas ese umbral, ya no hay vuelta atrás. Quién mejor que Raimi para fabricar una deriva a ese territorio oscuro, como el que experimentó Ash en Evil Dead II (1987) luego de abrir el libro del Necromicon o el que descubrió poco a poco la ingenua protagonista de Drag Me to Hell (2009) después de humillar a la anciana equivocada. Luego que ingresas al mundo de las tinieblas, no hay vuelta atrás. No es gratuito que todo inicia con una pesadilla. A medida que avanza Doctor Strange en el multiverso de la locura, la película se embarca al género del terror. No se dude: es la primera película de superhéroes que sabe canalizar y representar el terror. Ahí están las escenas de persecuciones acompasadas por la estimulante musicalización de Danny Elfman que por momentos crispan la piel, así como la multitud de referencias al género. La brujería, el espiritismo, Lovecraft, lo zombie e incluso hay un guiño al J-Horror. Pero es la alusión al tópico del folclore popular lo que más llama mi atención, aquel que no solo es referencia indirecta, sino que, en cierta perspectiva, podría asumirse como la base del precedente del conflicto de esta película. La Bruja Escarlata parece ser la reencarnación de un ser maligno producto de una ira ante esos enemigos que le negaron algo tan humanamente congénito.

Olvidemos por un momento la lectura histórica sobre los traumas de la guerra. En la leyenda de La Llorona, tenemos el fantasma de una mujer que vaga por distintas épocas mientras clama por sus hijos. Es el padecimiento ante la no posibilidad de cumplir un rol maternal. ¿Eres tú, Wanda? Nos vamos hasta Asia, continente que ha producido una enorme cantidad de películas inspiradas en leyendas medievales asiáticas sobre espíritus de mujeres a quienes en vida se les negó el amor de un hombre. Es un sufrimiento consecuencia del rechazo o separación física del ser amado. Una vez más, ¿eres tú, Wanda? Es seguro que Sam Raimi no pensó en la leyenda mexicana o en una película como Historia del fantasma de Yotsuya (1959) al momento de conceptuar su universo, pero lo que sí es seguro es que apelo por recalcar las constantes del género de terror, a propósito de la idea de que los fantasmas femeninos siempre están vinculados a la maternidad o el amor frustrado. La Bruja Escarlata es como un alma vengadora llena de odio dispuesta a acabar contra todo aquello que reviva sus sentimientos de frustración. Esa masacre –la que no escatima el director– es la que, obviamente, gestiona el terror. Pero ese es solo un lado del conflicto de la trama, pues del otro se gestiona un perfil dramático, y ello sucede también con La Llorona y las fantasmas asiáticas. No olvidemos que estas sufren por una carencia humana. Es la humanización de un maligno. La compasión ante un alma maldita, estigmatizada, la damnificada de una guerra que la pervirtió, desesperada por hallar su propio consuelo.

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