viernes, 2 de marzo de 2012

El artista

Observar con atención la corta filmografía de Michel Hazanavicius, es admirar a un director apasionado por el cine. Tanto La classe américaine (1993) como su saga de espionaje OSS 117, son un colectivo de señas de un cinéfilo que ha disfrutado de una suma de películas que no se limita a un ritmo genérico o temático específico. Hazanavicius hace de sus películas una resultante de un observador embelesado por el séptimo arte, tomando como idioma al mismo cine, específicamente el estadounidense. Es desde este perfil entusiasta que El artista (2011) sale a la luz; una película que recrea con gran énfasis al cine silente y al sonoro también. Sobre sus personajes ficticios y la colectividad de emociones que muchos o pocos han podido percibir al ver una película, y que el director francés dispone a manera de apreciación y nostalgia. Su filme es sin duda un acercamiento a lo que posiblemente una gran mayoría desconoce en la actualidad.

Son los años veinte y la carrera de George Valentín (Jean Dujardin), uno de los actores más célebres del cine mudo, se ve derrumbada con la llegada del cine sonoro. En paralelo, Peppy Miller (Berenice Bejo), una actriz aspirante, ha encontrado en el cine sonoro la oportunidad de alcanzar esa fama que poco a poco se ha ido extinguiendo en la imagen de Valentín. El artista, en trama, apunta a ser una historia dramática, sin embargo, Hazanavicius insiste en no encasillar a su película en una pendiente emocional. En su lugar, sus mismos personajes poseen un carisma innato, propio de la elegancia y algarabía que distintos intérpretes del cine mudo manifestaban. El cine antes que ser una historia era un espectáculo, es por eso que hay una vaivén de emociones. La película a pesar de ir adentrándose al lado triste de su historia, no duda en poner a bailar la encantadora imagen de Peppy o colocar a un can jugando a hacerse el muerto. El artista, en cierto modo, no es una película íntegramente en versión muda. Hazanavicius crea más bien un filme que nos transporta a un mundo donde todo pretende ser silencio, un espacio donde el habla y los sonidos diegéticos están suspendidos, y que en su lugar resuena una majestuosa banda sonora. Curiosamente una de las mejores escenas del filme es sobre el sueño de Valentín, reflejándose un mundo donde el sonido ha recobrado vida de una manera agresiva.

El artista es entretenida, tan entretenida como ver un capítulo repetido, de esos que nos gusta, pero a fin de cuentas repetido. Y es hasta aquí lo mejor que se puede decir de esta película, filme logrado pero a su vez sobrevalorado, tanto por el público como por la crítica. En cierto modo, El artista es admirada por hacer ejercicio de prevalecer ese gesto por promover una esperanza de vida y memoria al cine que muchos han olvidado, ignoran o desconocen; el mudo. Michel Hazanavicius recrea una película que hace ofrenda al cine original, pero con comodidades. El artista es “cine mudo para dummies”, un tipo de cine que puede ser asimilado con gratitud por espectadores que no están familiarizados con el tema, una mera estrategia para captar esa atención e interés que en esta época poco tendría que interesar a los consumidores masivos. Lo desconcertante es la pronunciación de la crítica, una que menciona a El artista como un retorno al tipo de filme mudo como en sus orígenes, a pesar de emplear técnicas como el travelling o una edición que fácilmente podría ser la de una película actual. Hay una gran celebración por retomar ese formato de 4:3, en blanco y negro, y efecto de película en baja calidad; pero de pronto varios se han olvidado que hasta no hace mucho el canadiense Guy Maddin (Brand upon the brain!, 2006) ha ido realizando películas en versión muda, que sí son las que siguen las reglas naturales de este cine.

Pero fuera de las observaciones rigurosas que el cine logra concebir, lo cierto es que El artista no posee una vitalidad propia. Michel Hazanavicius tiene las tendencias al cine de pastiche en su filmografía, y su último filme –hoy ganadora a Mejor Película en los Premios Oscar –no es una excepción. Super 8 (2011) de J.J. Abrams hace un homenaje al director Steven Spielberg, y qué mejor forma que recopilando personajes tipo, temas, escenas, técnicas, que el veterano director ha empleado a lo largo de su filmografía, pero sí aplicándolo a una nueva trama. Hugo (2011) de Martin Scorsese, hace de igual forma un homenaje, tanto al cine como a George Melies. Una historia de una novela adaptada de forma inédita al cine, y recreada además con una habilidad y un efecto que provoca nostalgia. Una escena donde el anciano Melies mira a hurtadillas una película suya que parecía haberse extraviado, es un gesto emotivo que refleja esa sensación que cualquier espectador pudo sentir al ver una película que por ejemplo no ha vuelto a ver desde su infancia.

El artista, sin embargo, si bien es un homenaje al cine mudo estadounidense de los años veinte, se basa en la primera versión de Ha nacido una estrella (1937) de William A. Wellman y al actor Fredric March en Los mejores años de nuestra vidas (1946), Ciudadano Kane (1941) de Orson Welles, Cantando bajo la lluvia (1952), Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock, al cine de Vincente Minnelli, todo un collage fílmico que se concentran en una sola película, que más que una historia propia, es propiedad de otros. En cierto modo, todo producto artístico no es original, sin embargo, lo citados en El artista son directos, con una mínima corrección que –de hecho, no se niega –causa simpatía al verse reunida, pero no provoca verla más como una parodia, muy a diferencia de los filmes de Scorsese o Abrams que poseen una originalidad más amplia. El Oscar nuevamente tropieza al cederle la estatuilla a un homenaje pomposo y gratuito, siendo el peor de sus lapsus, el premiar a un actor por su carisma más que por su interpretación.

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