Fascinante es la
premisa de la que parte Tren de los
pensamientos (2012). Las arquitecturas ferroviarias como espacios que reflejan
y cobijan el imaginario de distintas ciudades cosmopolitas. Son en los
paraderos o dentro de las cabinas de los trenes donde las sociedades dejan ver
ese lado distintivo de su comunidad. Desde lo más ostensible (el abarrotamiento
neoyorkino, la maquinalidad en Tokyo) hasta lo más intrínseco (el desencanto
urbano de Hong Kong, el peso histórico en Moscú). Es también la construcción de
una radiografía de lo íntimo. Ese lugar “no terrenal” que invita a suspender, en
un espacio de lo que dura el viaje, todo vínculo con la rutina. Ingresar al
mundo de los trenes es la negación de la normativa, aquello que no es más que
el aprisionamiento de la condición humana. Un exilio del deseo personal que
parece andar a contracorriente del sistema. Es cuando en medio del traqueteo de
los rieles los pasajeros dejan expuestas sus verdaderas necesidades,
manifiestan sus fantasías, se despiertan sus frustraciones, sus estados reflexivos
son más lúcidos y activos. Parecen despertar del letargo de la ciudad.
El director Timo
Novotny genera una estética visual alineada a directores como Ron Fricke (Baraka, 1992) o Godfrey Reggio (Trilogía Qatsi). Se emplea la técnica de
intervalos prefijados, edición sobreimpresa, una fotografía ocasionalmente
estridente. La imagen y el montaje sonoro, por sí solos, generando un discursivo
propio. El parlamento, sin embargo, es el que otorga el rol más primordial en
este documental. Tren de los pensamientos
es la colectividad de testimonios, voces que se vuelven ideas o protagonistas. El
espacio y el tiempo provisionalmente anulados, mientras que lo real y lo
utópico se manifiestan en un mismo escenario a medida que los vagones cumplen
con un programa o ruta de transporte. Novotny parece sugerir una alegoría al
cine. Las estaciones de trenes como salas de cinema que mediante un juego de luces
y colores te transportan a la ficción, que es realidad y fantasía. No existe
lugar y todo resulta atemporal. Es por eso que la secuencia en New York es la
mejor de todas. El ingreso a un túnel evoca la entrada a un mundo alucinatorio.
La película inicia, así como los primeros testimonios, uno tras otro e
intercalado por un circuito de ventanas que simulan fotogramas y que incluso parecen
tener esa textura emulsionada.
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