Si algo hemos aprendido del mundo de la bolsa de valores, es que los que
triunfan son los que arriesgan. Invertir implica tomar un riesgo, no solamente
económico, sino también personal. Eso quiere decir que si es necesario sacar a
alguien del camino para alcanzar una ganancia, se hará. Qué implica esto: no
todo triunfador es necesariamente correcto. “La avaricia es buena”; decía
Gordon Gekko. Pero, ¿hasta qué punto? No lo responde, sin embargo se
sobreentiende que no hay límite para este, o al menos no para el individuo-calaña
que representa el protagonista de Wall Street (1987). Es mediante dicha lógica que se inaugura un pensamiento
moral en el área de las finanzas neoyorquinas, y de hecho ese es el punto al
que quiere llegar La gran apuesta (2015)
muy por encima de querer convertirse en un “manual práctico” sobre cómo la
economía en EEUU se tropezó con su propia agujeta desamarrada.
Dos puntos importantes y atractivos de la película de Adam Mckay. Lo
primero es su modo en cómo se desarrolla. Todo empieza en el 2005, años previos
a la crisis del 2008. Un grupo de personajes descubrirá cómo el mercado de la subprime hipotecaria funciona a modo de
bomba de tiempo. Todo el mundo hipotecario ha colaborado para activarla, sin
embargo, nadie se ha tomado la molestia (o simplemente no les ha importado) en
desactivarla. Es entonces, dentro de un plazo estimado, que los protagonistas
indagarán sobre este asunto. La gran
apuesta consiste en el proceso de convencimiento de un grupo de personas,
hasta cierto punto, escépticas ante un próximo cambio. La suerte de la bolsa la
conocemos, lo novedoso es cómo los personajes irán descubriendo las
aberraciones de una normativa económica colectiva. Casi tres años tendrán que pasar
para que esto se resuelva, muy a pesar, los sucesos no dejan de manifestarse a
contrarreloj. Ese es el segundo punto atractivo del filme. La rutina de Wall
Street es agitada, todo es think fast,
y eso se manifiesta en la edición final de la película.
Existe sin embargo una desventaja en dicha dialéctica vertiginosa. Por
muy básico que se manifiesten los conceptos financieros, el tiraje de
información es incesante, lo que va creando dudas si en verdad se entendió o
no, desplazando o retrasando frente al ritmo que no pisa freno. Por otro lado,
más que cómico, creo que burlesco son los cameos a los que se recurren para
dosificar ciertas explicaciones más densas. ¿Anthony Bourdain? ¿Selena Gómez?
Mckay no reprime su formación de director de comedias para Hollywood. Otro
asunto débil tiene que ver con la construcción de los personajes, en su mayoría
estereotipos incluso poco trabajados por el hecho de abarcarse más en el
universo financiero. Los personajes de Steve Carell y Brad Pitt son los únicos
bien parados. Caso de Carell, es el más elaborado. Su personaje tiene todo un
antecedente, y esto es fundamental para crear ese dilema moral que al final de
la película golpea a todos por igual. El personaje de Brad Pitt mientras tanto
convierte su escasa aparición en algo significativo luego de dar una reprimenda
a sus dos pupilos. El personaje de Pitt, a pesar de sus grandes aptitudes, decidió
a realizar un “no protagonismo” en Wall Street, tratándose este de un contexto turbio
y cínico. Muy a pesar, esta no deja de ser la economía de su nación y la de
otros.
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