Lo inhóspito es
palabra clave en el territorio western, y este no solo deviene del propio
contexto, sino también de los personajes que lleva dentro; desde la multitud de
tribus nativas hasta los colonos establecidos y nuevos invasores. Existe, por
tanto, una continua lucha territorial, además de un oficio por hacerse de los
recursos naturales. A grandes rasgos, la sobrevivencia para todo tipo de residente
es una constante. El renacido (2015)
se apropia de estas premisas. Aquí el protagonista principal tendrá que lidiar
tanto con la naturaleza como con el hombre. A la primera tendrá que subsistir,
a la segunda tendrá que imponerse. En la historia, luego de ser invadido su
campamento, un grupo de exploradores tendrá que internarse a un territorio
natural en gran parte dominado por los indios. En su camino, Hugh Glass
(Leonardo DiCaprio), guía de la expedición, será gravemente herido y luego
abandonado a su suerte. Es con este acontecimiento que Glass emprenderá su
lucha con el entorno y el hombre que repercutió en su abandono.
A la línea de la
trama, El renacido me trae a la
memoria otra western. En Río sin retorno (1954),
de Otto Preminger, Robert Mitchum estará decidido en atravesar la naturaleza
hostil, también infestada por las comunidades indias, a fin de aplicar venganza
ante un hombre que injurió contra él y su hijo. En el filme de Preminger, el
romance es el otro centro de la historia. En la película de Alejandro González
Iñárritu, es el tema de la identidad. Glass es un estadounidense emparentado
con los pawnee, comunidad india a la que perteneció su esposa y con quien
concibió a su hijo, Hawk (Forrest Goodluck). La presencia de Hawk como parte de
la expedición de recolectores de pieles será motivo de tensión frente a uno de
sus miembros. John Fitzgerald (Tom Hardy) será el némesis de la historia, un
hombre del que tal vez sea una antigua mutilación la que responda su aversión
hacia cualquier comunidad de indios. Ya para cuando Glass sea víctima del
abandono, Fitzgerald le habrá otorgado más de una razón primordial para llevar
a cabo su acto de venganza.
El renacido parece confirmar su nueva afición del director mexicano por
emprender filmes corales, montajes que se prestan para retratar a personajes
épicos, la explotación de elementos técnicos que apelan a la agudeza de la
perspectiva visual. Su filme desea ser imponente por dónde se lo vea, y esto,
al igual que en Birdman (2014), inicialmente
es provocador, sin embargo, es su misma pretensión la que termina por devaluar
el producto. González Iñárritu es un director que ha trepado sobre una valla
creativa muy alta. Su aspiración, muy a pesar, no es suficiente al momento de
fijar los límites de su expresión. El director mexicano sobrecarga las bondades
que pudiera tener su película al punto de convertirlos en artificios. Por
ejemplo, lo que en un principio resulta ser un acercamiento al imaginario real
mágico de la tribu pawnee, más adelante se convierte en una fantasía exótica
explotada. Técnicamente, González Iñárritu tiene la intención por crear grandes
escenas de combate, sin embargo, impuesta la cámara a un plano medio, dejando casi
siempre en un segundo plano a la toma general. El director prefiere el
protagonismo antes que la colectividad.
Por solo nombrar dos grandes
escenas, es la lucha con una bestia salvaje y una persecución entre un solo
hombre y los indios. Lastimosamente, a González Iñárritu le gana el deseo de
crear ciertos actos a un nivel espectacular que terminan por inflar, por
ejemplo, las mencionadas secuencias. El personaje de Glass posee una vitalidad
mesiánica que hace de su aventura sea un calvario hasta cierto punto inverosímil.
Al final de la película, la historia además opta por otorgar a este
protagonista principal una cuota piadosa, como confirmando su heroicidad a un
nivel mítico; mitad pawnee, mitad estadounidense. Así como en el final de Birdman, Alejandro González Iñárritu
convierte a su héroe en una especie de “elegido” que poco le falta para gravitar
cual monje tibetano alcanzando la máxima sabiduría.
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