viernes, 11 de marzo de 2016

La bruja

El rótulo de La bruja (2015) viene acompañado del subtítulo “A New England folktale” (Un cuento popular de Nueva Inglaterra), aclaración que emite e implica un saber preconcebido. El tema de la brujería en el cine es estimulante si se observa desde un ámbito o citado histórico. Desde Haxan (1922), pasando por Alucarda (1977) hasta la casi reciente The Lords of Salem (2012); la usanza de un testimonio o evidencia (así sea ficcional) de corte histórico, a propósito de un cuento sobre brujas, ha servido para asimilar lo representado a partir de un filtro hacia lo verídico. Es decir, lo mítico o lo folclórico se abraza de lo auténtico, para que de esta forma lo ilusorio deje de ser “cuento” y pase a formar parte del contexto histórico. El director Robert Eggers representa se película en un ámbito del siglo XVII. Habían pasado algunos años desde que la primera colonia británica había llegado a EEUU para establecerse, una sociedad compuesta por practicantes puritanos; doctrina tan conservadora como cuestionada por los historiadores. Es mediante esta coyuntura que la religión será medular dentro del relato.
La película se inicia con la expulsión comunitaria de una familia, decisión llevada a cabo a través de en un juicio popular, evento en donde la justicia o el juez, a fin de cuentas, estaban sostenidos por las leyes puritanas. Un consternado padre mientras tanto reprocha el fallo. A su criterio, son “ellos” quienes han faltado a la norma del Supremo. Ya expulsados, la familia se establece en un espacio rodeado por el frondoso bosque de Nueva Inglaterra, encomendándose a Dios logren ser guiados por su sabiduría y protección. Esa es la introducción del filme. Años pasan, y lo primero que vemos es a Thomasin (Anya Taylor-Joy), la hija adolescente de la familia, confesando en sus oraciones haber faltado a una serie de mandatos que dicta su fe. En adición, una tragedia atenta contra uno de los miembros de la familia. Tal parece que ni la sabiduría ni la protección divina han acogido a esta familia

La bruja es el ascenso trágico de una familia, a consecuencia del descenso de su integridad. Eggers hace un bosquejo sobre el fanatismo mitigado por la hipocresía y, en paralelo, un relato sobre el ocultismo. La primera premisa obviamente abrirá paso a la segunda. A medida que la mayoría de los integrantes de esta estirpe vaya exhibiendo sus dotes pecaminosos, el camino se irá tornando cada vez más escabroso. Dos miradas, en tanto, los irán contemplando. Es en primera instancia la joven Thomasin, tal vez la única de la familia que mantiene sus escrúpulos en pie. Ni los gemelos se salvan; pequeños calumniadores que a diario parecen rendirle culto a ese símbolo maligno que es “Black Phillip”. Más a lo lejos, las brujas, quienes parecen vigilar desde su aposentos. Aquí no hay cacería. En su lugar, apenas acontece una trampa del demonio, el cual será suceso suficiente como para que los predicadores de fe se sientan susceptibles ante el mal que los confunde e incluso los hace enfrentar.
La bruja, como toda valiosa película de terror, no prevalece del susto. El trasfondo tétrico de esta historia es el que por sí solo genera la consternación y el miedo. La película de Robert Eggers se desplaza cual fábula, en donde el espectador es consciente de cuál será la resolución de todo. Sin embargo, el resultado no deja de ser perturbador y hasta logra generar una especie de consternación. Las últimas secuencias en La bruja son formidables. Hay un sabor entre resignación y liberación. La acción se vuelve pausada, como si la espera quisiera tomar presencia. Es la obvia antesala a la victoria del Mal, el cual aguarda sin prisa a ser invocado. Llega entonces lo predecible, y con ello el cierre triunfal del pecado. El tránsito tétrico a las entrañas del bosque revela un carnaval espectral que se hace luz entre el tenue ambiente. Es lo oculto se descubre con aire surreal e increíble.

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