El rótulo de La bruja (2015) viene acompañado del subtítulo
“A New England folktale” (Un cuento
popular de Nueva Inglaterra), aclaración que emite e implica un saber preconcebido.
El tema de la brujería en el cine es estimulante si se observa desde un ámbito
o citado histórico. Desde Haxan (1922),
pasando por Alucarda (1977) hasta la
casi reciente The Lords of Salem
(2012); la usanza de un testimonio o evidencia (así sea ficcional) de corte
histórico, a propósito de un cuento sobre brujas, ha servido para asimilar lo
representado a partir de un filtro hacia lo verídico. Es decir, lo mítico o lo
folclórico se abraza de lo auténtico, para que de esta forma lo ilusorio deje
de ser “cuento” y pase a formar parte del contexto histórico. El director
Robert Eggers representa se película en un ámbito del siglo XVII. Habían pasado
algunos años desde que la primera colonia británica había llegado a EEUU para
establecerse, una sociedad compuesta por practicantes puritanos; doctrina tan
conservadora como cuestionada por los historiadores. Es mediante esta coyuntura
que la religión será medular dentro del relato.
La película se inicia
con la expulsión comunitaria de una familia, decisión llevada a cabo a través
de en un juicio popular, evento en donde la justicia o el juez, a fin de
cuentas, estaban sostenidos por las leyes puritanas. Un consternado padre
mientras tanto reprocha el fallo. A su criterio, son “ellos” quienes han faltado
a la norma del Supremo. Ya expulsados, la familia se establece en un espacio rodeado
por el frondoso bosque de Nueva Inglaterra, encomendándose a Dios logren ser
guiados por su sabiduría y protección. Esa es la introducción del filme. Años
pasan, y lo primero que vemos es a Thomasin (Anya Taylor-Joy), la hija
adolescente de la familia, confesando en sus oraciones haber faltado a una
serie de mandatos que dicta su fe. En adición, una tragedia atenta contra uno
de los miembros de la familia. Tal parece que ni la sabiduría ni la protección
divina han acogido a esta familia
La bruja es el ascenso trágico de una familia, a consecuencia del descenso de su
integridad. Eggers hace un bosquejo sobre el fanatismo mitigado por la
hipocresía y, en paralelo, un relato sobre el ocultismo. La primera premisa
obviamente abrirá paso a la segunda. A medida que la mayoría de los integrantes
de esta estirpe vaya exhibiendo sus dotes pecaminosos, el camino se irá
tornando cada vez más escabroso. Dos miradas, en tanto, los irán contemplando.
Es en primera instancia la joven Thomasin, tal vez la única de la familia que
mantiene sus escrúpulos en pie. Ni los gemelos se salvan; pequeños
calumniadores que a diario parecen rendirle culto a ese símbolo maligno que es “Black
Phillip”. Más a lo lejos, las brujas, quienes parecen vigilar desde su
aposentos. Aquí no hay cacería. En su lugar, apenas acontece una trampa del demonio,
el cual será suceso suficiente como para que los predicadores de fe se sientan susceptibles
ante el mal que los confunde e incluso los hace enfrentar.
La bruja, como toda valiosa película de terror, no prevalece del susto. El trasfondo
tétrico de esta historia es el que por sí solo genera la consternación y el
miedo. La película de Robert Eggers se desplaza cual fábula, en donde el
espectador es consciente de cuál será la resolución de todo. Sin embargo, el
resultado no deja de ser perturbador y hasta logra generar una especie de
consternación. Las últimas secuencias en La
bruja son formidables. Hay un sabor entre resignación y liberación. La
acción se vuelve pausada, como si la espera quisiera tomar presencia. Es la obvia
antesala a la victoria del Mal, el cual aguarda sin prisa a ser invocado. Llega
entonces lo predecible, y con ello el cierre triunfal del pecado. El tránsito tétrico
a las entrañas del bosque revela un carnaval espectral que se hace luz entre el
tenue ambiente. Es lo oculto se descubre con aire surreal e increíble.
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