El filme dirigido por
Paco Bardales y Martín Casapía reitera esa inclinación por amoldar al “maligno”
bajo los prototipos de j-horror. El
montar una aparición femenina de aspecto famélico, cabello negro enfrente,
haciendo crujir su esqueleto, es totalmente desabrido a estas alturas, incluso viniendo
de un género que hoy en día –la mayoría de dichas producciones– recicla mismos
argumentos y estereotipos. Existen, sin embargo, clichés que hace rato han pasado
su límite de reúso. El gran enemigo de Maligno
(2016) es uno de esos clichés y, por lo tanto, degrada las expectativas. Cosa
distinta ocurre con lo resto. El filme de Bardales y Casapía no posee percances
técnicos o está representado por un elenco extenuado. Es decir, cumple con las
exigencias mínimas que a grandes rasgos colaboran con las normas de la
verosimilitud en toda película. Lo más representativo, su banda sonora y su
dirección artística. Ambas recargando el drama y antecediéndose a cualquier
acontecimiento.
La trama en Maligno es simple. Un recinto encierra
un espíritu malvado que busca algún huésped que le servirá de conducto al mundo
real. Como suele suceder, las principales víctimas aquí son las personas que están
inmersas en un estado de fragilidad, en este caso, dentro de su alicaído
círculo familiar. Durante la trama, la ingenuidad o el escepticismo ante lo que
está sucediendo será el contrapeso para que el terror se dilate. Como recurso
para el acecho o la cacería, es imprescindible el contexto del lugar. El “maligno”
se desplaza enteramente entre los pasadizos y cuartos del oscuro y precario
recinto. Esto lo convierte en un espacio laberíntico más efectivo que las
tumbas de Cementerio general (2013).
Ya para el final, el enfrentamiento en Maligno
es el enfrentamiento de La noche del
demonio (2010). Tal vez si no hubiera conciencia de esto, sería la mejor
secuencia de la película. Al menos en este filme un chamán no se enfrenta con
un espíritu a golpes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario