martes, 3 de enero de 2017

Gilda, no me arrepiento de este amor

Al ver la película de Lorena Muñoz, es inevitable no dejar de pensar en Selena (1997), de Gregory Nava. Ambos filmes coinciden en argumentos biográficos y se sienten motivados en tratar mismos temas específicos, tal como los lazos familiares o al erigir cuotas melodramáticas. Sus modos de tratamiento, sin embargo, son totalmente distintos. Mientras que la película de la cantante tejana contempla un panorama épico y cronológico, desde los primeros pasos hasta el desenlace de una carrera en cumbre, en Gilda (2016) pesa el drama doliente sostenido por tiempos alternados. El pasado y el presente cohabitan en Myriam (Natalia Oreiro). Omnipresente es el recuerdo de su padre, pieza fundamental en su vida y que sembró su pasión por la música, la cual fue reprimida luego de la muerte de este y, posteriormente, aislada a causa de un conformismo que de pronto comenzará a agobiarla dentro de su rutina como profesora de menores o como madre de familia.
Todo este drama se verá respaldado mediante una atmósfera melancólica, producto de un lenguaje visual expuesto por filtros opacos, profundidad de campo (que delinea el rostro dramático), la iluminación tenue, además de un insistente uso del contraluz, el cual describe un doble rostro de la mujer: uno glorioso y otro ensombrecido. A propósito de esto, la frontera entre la historia íntima y la pública de Myriam está claramente definida. Incluso para cuando la cantante por fin comienza a encontrarse con el éxito, la historia de superación no deja de mantenerse en un segundo plano. Se filtra además un lado oscuro de la difusión musical, en referencia a ese mecenas o padrino que comenzará a jugar sucio. Otra razón más para observar el futuro con incertidumbre. Muy a pesar, y aunque luzca atractivo ese rostro violento y ponzoñoso, Muñoz procura no ceder a ese tópico sórdido que en su lugar se manifiesta como una traba a superar.
Llegada a la cúspide de la fama, la historia de Gilda decrece levemente. Se podría decir que es el momento menos auténtico de la trama. La música y el encuentro del ídolo con su público acallan los miedos internos de Myriam. Este es el momento en que más se emparenta con Selena. De igual manera a la película de Gregory Nava, este filme argentino descubre el lado hagiográfico de una personalidad, en intención de ceder la palabra al fanatismo y hacer homenaje a un representante de un género musical aspirante a convertirse en pieza de culto de una sociedad.

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