Algo me dice que lo
valioso en el primer filme de ficción de Gastón Solnicki no radica en su
influencia o inspiración (o cómo quiera llamarse) a cierta ópera de origen
húngaro. Lo que a continuación se mencione en esta crítica es fruto de una
interpretación que rehúye de esa relación o relectura que quiera manifestarse
en Kékszakállú (2016) respecto a
cierta obra musical. El director argentino Solnicki, a grandes rasgos,
manifiesta una película que podría ameritar una segunda mirada, a consecuencia
de una irregularidad argumental. Se podría decir que recién más allá de la
mitad del filme se descubre una historia. Lo resto no es más que eventos de
apariencia incidental, meros accesorios que nos distraen; ya bien sea hasta que
suceda esa historia o haciendo posta a esta misma. Lo cierto es que fuera de lo
argumental, algo comienza a madurar con premura apenas inicia la película.
Estamos en lo que parece una zona de balneario vacacional. Los niños son sus
protagonistas, pero algo no funciona, y esto tiene mucho que ver con el
espacio.
Estos primeros
personajes de Kékszakállú se postran
por delante de paredes o superficies lozanas. Los colores pálidos reinan,
especialmente el blanco. En tanto, se forja una punción visual que pone al
sujeto en relación con su espacio. Es partir de ese rasgo que de pronto esa
decoloración comienza a tener sentido o correspondencia respecto a ese
aturdimiento comunitario de muchachos –claramente, correspondientes a una clase
alta– que no disfrutan el momento, a pesar de encontrarse en un espacio
recreativo. Me viene a la mente un director como Michelangelo Antonioni, quien
sí parece una influencia inmediata para Solnicki. En este filme argentino la
arquitectura es protagonista, la cual sugiere un patetismo que parece afectar o
relacionarse a ese personaje colectivo. Estos lucen extraviados. No hay
evidencia de un goce. Y esto sucede a profundidad con ese personaje que
promoverá la única historia dentro de este largo.
El personaje
interpretado por Laila Maltz es la síntesis de ese colectivo que ha ido
desfilando desde el inicio de la película, y al igual que ese resto, parece no
encontrar su lugar o un sentido satisfactorio de las cosas. La vemos entonces
ir de un lado a otro, siempre desencajando, siempre con ese rostro
interrogante, siempre frenando ante lo que luce como un reto. Kékszakállú es como un manifiesto sobre
una comunidad que tiene un conflicto con la madurez o la adultez. El personaje
de Maltz es como esa niña de principio de la película que duda en echarse a la
piscina. Gastón Solnicki crea una película atractiva debido a esas incógnitas
que nos contagian sus encuadres y pláticas en su mayoría planos. Formula
diálogos intrascendentes que a fin de cuenta parecen complementar esa idea de
que la película, en efecto, retrata a personajes inconclusos. Kékszakállú es difuso como esa escena
fantasmal de un puerto flotante, en donde su personaje emerge de entre la
penumbra. Tal vez esa era la idea a que quería llegar su director: el tránsito
de la claridad a lo incierto.
Kékszakállú podrá ser vista hasta el 20 de febrero en la plataforma de
Festival Scope: http://bit.ly/2jL8ucm
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