La búsqueda de la
identidad en la película de Barry Jenkins es literal. El protagonista principal
de la historia va mudando de motes cedidos por sus cercanos, mientras su
verdadero nombre es continuamente relegado. Moonlight
(2016), a pesar de narrar una historia en tres etapas en la vida de un mismo
personaje, su recorrido está fragmentado por espacios vacíos que aluden a una
ruta conductual inacabada. Los tránsitos de Little (Alex R. Hibbert) a Chiron
(Ashton Sanders), o de esta versión a la de Black (Trevante Rhodes), son
drásticos, lo que evoca a una madurez que es perceptible a nivel público,
aunque en lo personal claramente manifiestan a una integridad escindida. Es
como si observáramos en la trama a una persona saltando de edades, cuando internamente
permanece rezagado. Jenkins realiza un relato de la maduración física y el
estancamiento íntimo. Por ejemplo, visto en el fragmento de vida de un adulto
que conserva el retraimiento de su infancia.
A diferencia de una
película como Brokeback mountain
(2005), Moonlight no intenta cumplir
con los parámetros de rutina. Jenkins se salta esos momentos para cuando comenzamos
a percibirla, y de pronto ya nos encontramos años después. Algunos personajes
secundarios entonces ya no aparecerán, ciertas cosas han cambiado o ya no están
en su lugar. La apariencia del mismo protagonista se transforma, como también
puede ya no estar dentro de su mismo contexto; muy a pesar, permanece su
conducta inamovible. Es interesante ver a este personaje convertido en adulto,
físicamente lejano a sus versiones anteriores, de pronto retornando a ese tono
cohibido e infantil en el momento en que un viejo amigo comienza a
interrogarlo. Moonlight brinca los
tiempos a fin de remarcar y se haga una relación de esa turbación que ha
quedado intacta en un personaje, a pesar de los años, la cual de paso ha
enmudecido a un individuo del que no estamos seguros si siente miedo o
remordimiento ante una homosexualidad reprimida.
Estructuralmente, Moonlight se asemeja a una película como
Lovesong (2016), precisamente a
partir de su segunda parte. El tiempo en ambos filmes parece reservar la
calidez de un sentimiento inexpresivo, a pesar de que sus historias se inclinan
a distanciar a sus protagonistas por años, incluso sin dar detalles de esos
precedentes faltantes. ¿Qué ocurrió en esos años de ausencia? Poco le importa a
Jenkins como a la directora So Yong Kim referirse a lo no visto. Lo que importa
en ambos casos es el reencuentro de la pareja, y cómo el tiempo ha valido para
que los implicados de ese romance “incidental” pongan en balanza ese instante
compartido frente a su rutina actual. Hay un estado de reflexión ante la
resignación, a propósito de la homosexualidad y los complejos sociales que la
neutralizan. Moonlight, por su lado,
no evoca a una rutina aburguesada, como es el caso de Lovesong. El contexto en donde se desenvuelve es en un sórdido barrio
afroamericano, espacio que ejerce sus propios conflictos y agudiza los
prejuicios.
Jenkins dramatiza el
tema de la homosexualidad, la cual acontece dentro de una atmósfera infestada
por la violencia, las drogas, la disfuncionalidad familiar y el bullying. Moonlight por momentos se ve tentado a
caer en el miserabilismo que provocaba una película como Precious (2009), también asentada en un espacio emergente y en
donde la protagonista de igual manera era apaleada por su entorno, aunque con
aires grotescos, saturación que se manifestaba a un mismo nivel en su lenguaje
visual, por momentos escandaloso. Como usando de guía al filme de Lee Daniels, la
película de Barry Jenkins se contiene de esa exageración estética que alude a
los claros de luna o espacios entre sórdidos y románticos que se aprecian en algunas
películas de Wong Kar Wai, tales como Días
salvajes (1990) o Happy together
(1997), en donde el amor se gesta incluso en los bajos fondos, entre la
nocturnidad y el sonido de las rockolas.
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