El director Jonas
Carpignano hace un engrane con su anterior película. Sucede que en A ciambra (2017) vemos nuevamente al
protagonista principal de Mediterranea
(2015), interpretado por el mismo actor, mismo nombre y jugando mismas credenciales,
solo que en esta ocasión él no es el centro de la historia. Pio (Pio Amato), un
niño de catorce años, hijo de una familia de gitanos asentados en Italia, dedicados
al hurto y otros pillajes, es el móvil de la trama. Lo que veremos será la
escalada del muchacho a las grandes ligas delincuenciales. Para esto, Carpignano
hace una antesala al círculo de los menores dentro de esa comunidad. Vemos a
niños jugando a ser hombres, alucinando virilidad, asumiendo una personalidad
belicosa asediada por el consumo de porros y la infiltración a fiestas de
adultos. Desde principio, ya señala un mundo de por sí degrado, aunque sea la
antesala a la ruta primordial, ruta de la perversión certificada.
A ciambra no estima a convertirse en una reflexión social ni tampoco alude al
ultraje de la inocencia. Lo que sucede con el personaje de Pio no es más que un
proceso de madurez. No hay un hecho específico indispensable o acto de coacción
que obligue al protagonista principal a aspirar a lo que son los adultos. Una
mora del servicio eléctrico o la persuasión a un evento que será el último
vuelco en el desarrollo delincuencial del niño están antecedidos por el propio
deseo de Pio. Como el protagonista de Buenos
muchachos (1990), la aspiración de Pio es fruto del entorno que le rodea. Su
crianza viviendo y viendo lo que sucede en el mundo del saqueo ha forjado un
encantamiento. En consecuencia, Jonas Carpignano nos narra una historia en tono
de épica. El protagonista principal generando usanzas que afloran casi de
manera innata. Es la formación de la nueva camada de parias, la que fortalecerá
el estereotipo étnico. Pio camina en dirección a su destino.
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