El problema con la
ópera prima de las directoras Cecilia Atán y Valeria Pivato es que su historia
tarda en madurar el eje central de su película. Además de sus planos generales,
lo estimulante de La novia del desierto
(2017) es la relación entre los dos protagonistas principales, y no el retrato
en solitario de Teresa (Paulina García), sobre su vida como empleada doméstica,
la cual provoca una serie de flashbacks
que resultan innecesarios y hasta redundantes. Es esa continua obstrucción la
que aplaza y acorta el gran atractivo: Teresa conoce al Gringo (Claudio Rissi)
y algo se va gestando.
Sin tanta complicación
argumental, ambos personajes coinciden y comparten una misma ruta. Es la
hermética y asustadiza Teresa y el hablantín y bonachón Gringo. Blanco y negro
y colores comienzan a adquirir química. Podríamos suponer incluso que hasta los
antecedentes son efímeros complementos, desde el abandono de un hogar hasta la
revisión de un álbum de fotos. La novia
del desierto quiere ser una anécdota mística, a propósito del inicio y
final, pero es más una anécdota humana, tierna y cálida. Una escena que
destaca: la de un baño. Instante romántico y erótico.
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