En el nuevo filme de
Lucrecia Martel no existe el silencio. El sonido tiene presencia y función
privilegiada en toda la trama. Este ofuscará. No hay intensión melódica, sino
el de la pura intromisión. El golpe vidrioso y el campaneo, el crujido, el
chasquido, un disparo, el azote de las ramas en las botas o en los muslos, el
pregón y demás voces en diferente volumen y distancia, que contrasta al susurro
(lo provocador) del grito (lo perturbador); ninguno está en compás. El sonido da
pauta al desconcierto, estimulado además por su redundancia. Tan reiterativo
como el esclavo trayendo recados o el gruñido de un infante emitiendo quejidos
en lugar de palabras. Tan repetitivo como el “acto fallido” de personajes duplicando
enunciados que dictaron hacia segundos atrás o las insistentes peticiones para
su transferencia del corregidor don Diego de Zama (Daniel Giménez) al
gobernador.
El sonido “barroco” es
dialecto que Martel inscribe en este universo. Un eco poco transcendental, pero
que, sin embargo, no deja indiferente. Y lo mismo se trasluce en las acciones
de los personajes. El atractivo de la directora es consecuencia de la suma de
sonidos y hechos; la composición de una creación que desorienta. Dicho esto, no
es exacto decir que Zama (2017) es un
punto de distinción en la filmografía de la argentina. Una película como La ciénaga (2001) se aprecia como un
todo. Es la sumatoria de actos que otorgan una naturaleza ambigua a sus personajes;
mientras tanto, el sonido (el de la lluvia imprevista, el chillido de los
bichos en la cercanía de una ciénaga) estimulando esa turbación que agrieta un
ambiente nocivo y decadente. La niña
santa (2004) pueda ser interpretada como una tesis sensorial. Un
instrumento “intangible” que emite una musicalidad cautivadora y enigmática
sirve como metáfora de un llamado divino, el que por cierto también tiene fines
perniciosos. La sola trama de La mujer
sin cabeza (2008) es la de una mujer extraviada, desconcertada, padeciendo
una realidad rasgada.
En la fílmica
ficcional de Martel prevalece la desorientación argumental y sonora en un
sentido subjetivo, hasta abstracto, y Zama
no es ajena a esa naturaleza. En la historia vemos a un corregidor confinado a
un cargo que lo apartó de su familia. Diego de Zama no solo es vapuleado por la
ingratitud del gobernante de su localidad ante su petición de ser trasladado,
sino que también es perturbado por el acecho de un bandido y agobiado por la
indiferencia de una mujer que pone freno a su deseo. Zama se siente desestimado
y desorientado en un lugar en el que no quiere estar, y, para colmo, están esos
sonidos que lo entumecen, lo sugestiona y confunden más. Toda una serie de
eventos patentes y hasta enigmáticos conspiran contra el corregidor. Y aquí
otro sello de Martel. Lo enigmático como fuerza sugestiva. Las palabras de un
niño recién llegado al corregidor, ¿advertencia o simple delirio por una rara
enfermedad?; los criados de un albergue deteriorado, ¿apariciones o simple
decorado de un mal pago al corregidor?; el evasivo Vicuña Porto (Matheus
Nachtergaele), ¿mito o realidad?
Zama es sugerente también mediante una insinuación lasciva, sin ser un filme
erótico o sexual. Esto se contempla, por ejemplo, en el juego de los susurros entre
hermanas (un acto constante en la fílmica de Martel), la fiesta orgiástica
detrás de una cortina o la personalidad desenfrenada de Luciana Piñares (Lola
Dueñas). Lo lascivo es implícito, como los mensajes incestuosos manifiestos en La ciénaga o La mujer sin cabeza. Lo cierto es que en su último filme, Martel
amplía los efectos de su discursividad sugestiva. Ya no solo provoca
desasosiego o lujuria, sino también un aire existencial y hasta cómico. Nuevamente
retorna a la mente la presencia tiesa del mensajero negro que se contrasta con
la ausencia de pantalones, o la presencia bufonesca de una alpaca en el
despacho del gobernador. Y es a propósito de estas situaciones, que no es solo
el sonido, sino que además son los personajes o circunstancias los que se
entrometen dentro o fuera del encuadre y frustran incluso visualmente los
instantes en que Zama clama por su eterna petición.
En un sentido
histórico, Zama es un testimonio
desafortunado sobre el vasallo al servicio de una corona. Así como la reciente Joaquim (2017), vemos el funcionamiento de
la esclavitud en rangos distintos, recayendo incluso hasta en los más allegados
al reinado. Tanto Joaquim como Zama son los fieles servidores desestimados por
sus superiores; uno reaccionará con desencanto y rebeldía, el otro con más
sumisión y un deseo por hallar reconocimiento o reivindicación. Zama se dilata a un segundo tiempo
mediante una ingeniosa elipsis que acorta ese padecimiento que era hecho
evidente. Veremos pues al corregidor –y el peso del tiempo– desplegándose en
territorio western, una medida
desesperada por que se le atienda su demanda. Zama en sus últimos instantes se perfila como una epopeya que va
cuesta abajo, del protagonista tocando fondo, acusado de traición, humillado y
escindido, al punto de negar su ministerio o lo único que desde principio fue
su motivación. A fin de cuentas, lo dice Vicuña, es solo un nombre. Zama se
despide entre las aguas, simulándose un ritual mortuorio que no deja de ser
complaciente y lírico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario