viernes, 8 de diciembre de 2017

5 Festival Transcinema: Zama

En el nuevo filme de Lucrecia Martel no existe el silencio. El sonido tiene presencia y función privilegiada en toda la trama. Este ofuscará. No hay intensión melódica, sino el de la pura intromisión. El golpe vidrioso y el campaneo, el crujido, el chasquido, un disparo, el azote de las ramas en las botas o en los muslos, el pregón y demás voces en diferente volumen y distancia, que contrasta al susurro (lo provocador) del grito (lo perturbador); ninguno está en compás. El sonido da pauta al desconcierto, estimulado además por su redundancia. Tan reiterativo como el esclavo trayendo recados o el gruñido de un infante emitiendo quejidos en lugar de palabras. Tan repetitivo como el “acto fallido” de personajes duplicando enunciados que dictaron hacia segundos atrás o las insistentes peticiones para su transferencia del corregidor don Diego de Zama (Daniel Giménez) al gobernador.

El sonido “barroco” es dialecto que Martel inscribe en este universo. Un eco poco transcendental, pero que, sin embargo, no deja indiferente. Y lo mismo se trasluce en las acciones de los personajes. El atractivo de la directora es consecuencia de la suma de sonidos y hechos; la composición de una creación que desorienta. Dicho esto, no es exacto decir que Zama (2017) es un punto de distinción en la filmografía de la argentina. Una película como La ciénaga (2001) se aprecia como un todo. Es la sumatoria de actos que otorgan una naturaleza ambigua a sus personajes; mientras tanto, el sonido (el de la lluvia imprevista, el chillido de los bichos en la cercanía de una ciénaga) estimulando esa turbación que agrieta un ambiente nocivo y decadente. La niña santa (2004) pueda ser interpretada como una tesis sensorial. Un instrumento “intangible” que emite una musicalidad cautivadora y enigmática sirve como metáfora de un llamado divino, el que por cierto también tiene fines perniciosos. La sola trama de La mujer sin cabeza (2008) es la de una mujer extraviada, desconcertada, padeciendo una realidad rasgada.
En la fílmica ficcional de Martel prevalece la desorientación argumental y sonora en un sentido subjetivo, hasta abstracto, y Zama no es ajena a esa naturaleza. En la historia vemos a un corregidor confinado a un cargo que lo apartó de su familia. Diego de Zama no solo es vapuleado por la ingratitud del gobernante de su localidad ante su petición de ser trasladado, sino que también es perturbado por el acecho de un bandido y agobiado por la indiferencia de una mujer que pone freno a su deseo. Zama se siente desestimado y desorientado en un lugar en el que no quiere estar, y, para colmo, están esos sonidos que lo entumecen, lo sugestiona y confunden más. Toda una serie de eventos patentes y hasta enigmáticos conspiran contra el corregidor. Y aquí otro sello de Martel. Lo enigmático como fuerza sugestiva. Las palabras de un niño recién llegado al corregidor, ¿advertencia o simple delirio por una rara enfermedad?; los criados de un albergue deteriorado, ¿apariciones o simple decorado de un mal pago al corregidor?; el evasivo Vicuña Porto (Matheus Nachtergaele), ¿mito o realidad?

Zama es sugerente también mediante una insinuación lasciva, sin ser un filme erótico o sexual. Esto se contempla, por ejemplo, en el juego de los susurros entre hermanas (un acto constante en la fílmica de Martel), la fiesta orgiástica detrás de una cortina o la personalidad desenfrenada de Luciana Piñares (Lola Dueñas). Lo lascivo es implícito, como los mensajes incestuosos manifiestos en La ciénaga o La mujer sin cabeza. Lo cierto es que en su último filme, Martel amplía los efectos de su discursividad sugestiva. Ya no solo provoca desasosiego o lujuria, sino también un aire existencial y hasta cómico. Nuevamente retorna a la mente la presencia tiesa del mensajero negro que se contrasta con la ausencia de pantalones, o la presencia bufonesca de una alpaca en el despacho del gobernador. Y es a propósito de estas situaciones, que no es solo el sonido, sino que además son los personajes o circunstancias los que se entrometen dentro o fuera del encuadre y frustran incluso visualmente los instantes en que Zama clama por su eterna petición.
En un sentido histórico, Zama es un testimonio desafortunado sobre el vasallo al servicio de una corona. Así como la reciente Joaquim (2017), vemos el funcionamiento de la esclavitud en rangos distintos, recayendo incluso hasta en los más allegados al reinado. Tanto Joaquim como Zama son los fieles servidores desestimados por sus superiores; uno reaccionará con desencanto y rebeldía, el otro con más sumisión y un deseo por hallar reconocimiento o reivindicación. Zama se dilata a un segundo tiempo mediante una ingeniosa elipsis que acorta ese padecimiento que era hecho evidente. Veremos pues al corregidor –y el peso del tiempo– desplegándose en territorio western, una medida desesperada por que se le atienda su demanda. Zama en sus últimos instantes se perfila como una epopeya que va cuesta abajo, del protagonista tocando fondo, acusado de traición, humillado y escindido, al punto de negar su ministerio o lo único que desde principio fue su motivación. A fin de cuentas, lo dice Vicuña, es solo un nombre. Zama se despide entre las aguas, simulándose un ritual mortuorio que no deja de ser complaciente y lírico.

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