A la línea de los
cuentos infantiles divulgados en tiempos del Medioevo, El profesor Marston y la
Mujer Maravilla (2017) nos descubre una producción ficticia que, cual Caperucita Roja y Hansel y Gretel, reserva un origen que fue postergado por una
temporalidad. Si bien el cómic de La
Mujer Maravilla no fue el germen de metáforas perversas como el canibalismo
o la pederastia, sí reconoció en el lesbianismo, el masoquismo y ciertos actos
lascivos su fuente de inspiración. Esto resulta más que entendible viniendo de
la ideología de su creador, un admirador confeso de los postulados de Sigmund
Freud, quien se asoció al psicoanálisis a fin de dar sentido a su filosofía
feminista: la sumisión innata de la mujer puede ser una ventaja en un mundo de
hombres. Claro que “nada” es innato hoy en día, pero dentro de la realidad del doctor
William Marston (Luke Evans) dicha hipótesis, en medio de un contexto enfocado
en la Segunda Guerra Mundial y que todavía frenaba la igualdad educativa,
parecía consecuente.
El profesor Marston y la Mujer Maravilla
narra la historia del matrimonio Marsten, William y su esposa Elizabeth
(Rebecca Hall), y su relación con la joven Olive (Bella Heathcote), una
asistente de la clase impartida por William. La película de Angela Robinson se
introduce a un ménage a trois para
después ampliarse a un argumento más discursivo, aunque no abandonando su rasgo
melodramático. La relación de a tres no es bien vista por la coyuntura. Eso traerá
complicaciones para este trío que insiste en obedecer a sus sentimientos a
contracorriente. Es de los enfrentamientos y algunas filias que nace la idea
del cómic; lo más estimulante del filme. De repente todas las características y
escenas que sustentan el universo de la heroína tienen acotaciones sexuales. Lo
bueno de El profesor Marston y la Mujer Maravilla es que no cede a
convertir a la confrontación social en su panorama principal. En su lugar, le
da palestra a lo íntimo que luego se desplaza a lo erótico.
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