El ritmo con el que
trabaja la ópera prima de Aaron Sorkin me recuerda a esa mala premisa de
algunos cultores de la lectura veloz: leer un texto a un ritmo rápido haciendo
caso omiso a las dudas puntuales. En efecto, eso es lo que genera Apuesta maestra (2017), muchas dudas a
causa del bombardeo de ideas, conceptos, acciones, desde las más cotidianas a
las más cruciales para su protagonista. Sorkin si bien genera la expectativa,
lo provoca a costas de una claridad plena. El guionista de películas como Red social (David Fincher, 2010) o Steve Jobs (Danny Boyle, 2015) anteriormente
ya ha explotado esos ritmos de peroratas que se dilatan (aunque calibradas por respectivos
directores), vinculados a biopics de
perfiles ambiguos, sobre personajes que hacen retribuciones al mundo o son
modelos a seguir y que también manifiestan un lado a cuestionar.
La historia de Molly
Bloom (Jessica Chastain) reincide a la configuración narrativa de Red social al construir un presente en
donde el protagonista está a merced de un juicio público y un pasado que
reconstruye un raudo ascenso, en este caso, dentro de un mundo secreto de los
juegos de azar. Apuesta maestra hace
una “limpia” a los mitos que envolvían a la ex patinadora de EEUU. Lo suyo se
asume como un serio tropiezo con la codicia retratado sin perversión. El filme
de Aaron Sorkin se comporta como un filme de Martin Scorsese en una versión complaciente;
hay una narración voz en off que nos
retrata un mundo en incógnito que despliega personajes indecentes mientras su
protagonista se encamina a una redención que no trae “muertos”. Apuesta maestra no decrece por la luz
roja que cesa su narración vertiginosa sino por lo que acontece dentro de ese
lapso; una terapia clínica que responde a esa personalidad fallida. Momento
Kodak; diría un personaje de Belleza
americana (1999).
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