lunes, 26 de febrero de 2018

La forma del agua

Drácula y la Momia de los Universal Studios fueron románticos tanto por sentido artístico como sentimental. Sus historias afloran en entornos fantásticos de aires exóticos, uno en la gótica Cárpatos, el otro en la vistosa área colonizada de El Cairo. Ambos protagonistas son “zombis” condenados a no ser correspondidos por sus amadas. El conde y el sacerdote del Antiguo Egipto se enamoraron de la persona equivocada, sin embargo, ninguno desistió a sus sentimientos. El amor es la motivación de estos monstruos ficticios, satanizados por ser de naturalezas extrañas. Ellos son los rechazados por ser diferentes del resto. Es mediante esta idea que Guillermo del Toro fabrica su premisa para La forma del agua (2017), película que deja en claro que el mexicano es un apasionado por el cine. Es su filme más referencial y apasionado.
Transcurridos unos minutos de la película se me viene a la mente Hugo (2011), de Martin Scorsese, otra película que también expira nostalgia por el cine. Scorsese y Del Toro hacen respectivos homenajes a sus experiencias como cinéfilos, uno señalando una temporada puntual, el otro una más amplia. Muy a pesar, dicha ofrenda no los obliga a ser ceremoniosos. Estarán muy sintonizadas con lo clásico pero como buenos directores contemporáneos sus películas amalgaman expresiones y géneros. Scorsese rinde culto al cine de George Melies, aunque no deja de reflexionar ante las nuevas formas de ver el cine. Por su lado, Del Toro piensa en los espantos del terror clásico, obvia referencia a La criatura de la Laguna Negra (1954), mas integra el musical, el romance e incluso sugiere una afición por la antigua publicidad gráfica. El diseño artístico de los dos filmes tiene además cierta afinidad, así como sus paletas de colores y banda sonora. Por último, La forma del agua retrata también a personajes huérfanos, marginales.

Elisa (Sally Hawkins)  y Giles (Richard Jenkins) son dos vecinos y amigos. La mudez y el vicio, respectivamente, los ha convertido en personas solitarias. Ese sesgo de desamparo, sin embargo, no los ha retraído. Parece más bien que el mundo se retrae de estos personajes, en cierta manera estigmatizados. Sus vidas estarán a la línea de una rigurosa rutina hasta la aparición de la Criatura (Doug Jones) – encarnado por el actor fetiche del director–. La forma del agua nos introduce a una trama compuesta por personajes incomunicados hallando a sus iguales, a la que se suma una solitaria esposa. Se germina una historia de amistad que se abre a una historia de amor. Del Toro es un cineasta que no reprime deseos. Dentro de su universo existe la posibilidad de unir a dos especies “distintas”. A propósito, lo grotesco en el director mexicano es una constante en su filmografía y ello se manifiesta no solamente a partir del gore. Sus películas tienen un gesto extravagante ante lo tabú. En Cronos (1993), por ejemplo, un artefacto provoca placer casi sexual al personaje interpretado por Federico Luppi. Ante eso, por qué no la protagonista pueda crear su ritual en la bañera.
En tiempos antes de los 70, o sea, antes que la desinhibición sexual sea pública, Del Toro decide husmear en el baño o la alcoba de sus personajes. La forma del agua es una película no habitual para el aún conservador Hollywood, como también lo son algunas películas de Paul Thomas Anderson, caso Vicio propio (2014). Esto, junto con la honra ante una tradición cultural –ya  no hablamos de solo fílmica–, es lo más estimulante del último filme de Guillermo del Toro. Sucede pues que la fábula de los dos amantes en medio de un mundo lleno de prejuicios no es novedoso. La comedia ligera y el atractivo lascivo son las ruedas de esta trama que a fuerzas avanza hasta llegar a un final que parece emular a El laberinto del fauno (2006).

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