El cine de Yorgos
Lanthimos desplaza sus tramas mediante un tono de extrañeza. Muchas cosas que
suceden en un principio son ininteligibles. Existe además una sobriedad en la
atmósfera que deviene de la parsimonia de sus personajes. Tonos claros asaltan sus
locaciones que por cierto revitalizan el estado enfermizo y agonizante de los
que integran la historia. El sacrificio
del ciervo sagrado (2017), su última película, tiene como protagonista a
Steven (Colin Farrell), un médico y padre de familia, quien sobrelleva una
tercera rutina al lado de Martin (Barry Keoghan), un adolescente con quien pasa
ciertas tardes junto. Ya para cuando la frecuencia y el consentimiento se
lleven a cabo, el joven rebelará a su acompañante sus verdaderas intenciones.
Es a partir de aquí que se devela el tópico de la insanidad mental, constante
temático en la fílmica del griego.
El conflicto principal
–o las reglas de juego– en El sacrificio
del ciervo sagrado es claro, lo que es difuso son los mecanismos “sobrenaturales”
que se establecen. Obviamente, esto no es esencial. Es en efecto un rasgo
atractivo de la trama y a la vez huella del director quien siempre escatima
argumentos. Por mucho que se aclaren los roles de los personajes se mantiene
firme un perfil extravagante y enigmático. A esto se suman actos irracionales
que se suministra a todos los personajes desproporcionalmente. Lo de la
insanidad mental siempre tiende a recaer más en una figura. Caso en esta trama,
Martin es ese personaje. Su presencia va generando un efecto de ambigüedad que encandila
a algunos y perturba a otros. Es como una bomba de tiempo que en cualquier
momento está a punto de estallar desatando una reacción visceral.
Así como otros filmes
de Lanthimos, uno de los personajes es el huésped de un conflicto mental que de
pronto comienza a expandirse en el resto. Todos, en cierta forma, son
vulnerables a la locura. Ello, así como el sexo, son gestos o comportamientos
naturales en las películas de este director. El sacrificio del ciervo sagrado tiene además otro común con otros
de sus filmes: la solidez del símbolo patriarcal. Así como en esta historia, en
Canino (2009) y Alpes (2011) vemos también a hijos rindiéndole tributo de alguna
forma a sus padres, lo que a su vez les ocasiona un desorden en sus vidas. En
el reciente filme de Yorgos Lanthimos vemos ese efecto en partida doble: un
perturbado hijo reivindicando a su padre, mientras otros menguando por culpa
del suyo.
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