Ben Russell es un
documentalista apasionado por la naturaleza. Sus películas parecen
introducirnos a un viaje de aventuras. El hecho es que esa pasión del
estadounidense llega a propósito de su interés por sujetos que nos entierran a
una rutina propia del lugar, en cierta manera prácticas misteriosas, vírgenes o
insólitas. Eso hace del cine de Russell deje de ser un tour y sea más bien una
puesta etnográfica. En Good Luck
(2017), el director, una vez más, retorna a Surinam a registrar a los
buscadores de oro, adicionando a dicho historial un vínculo con el diario de un
grupo de mineros en Serbia.
Su película llega a
ser una suerte de extensión temática planteada en Deja que cada uno vaya donde deba (2009), en referencia a una práctica
laboral que es herencia directa del esclavismo. Los buscadores de piedras
preciosas, de aquí o allá, se ven sometidos a condiciones infrahumanas, muchos
de ambiciones limitadas. A las rutinas físicas, se intercalan breves
declaraciones. Las expectativas de los recolectores están fijas, siempre
viéndose en el mismo espacio. Good Luck
es un retrato sobre la resignación asimilada en donde personajes parecen
reprimir una expresión melancólica. Como el líder de la banda en la
introducción, por fuera es jolgorio, por dentro es otra historia.
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