miércoles, 13 de junio de 2018

El legado del diablo (o Hereditary)

A lo largo de los años, la brujería ha sido asociada al género femenino; es por eso que no es de extrañar que los protagonistas principales de esta historia sean las mujeres. No es gratuito también que a los varones los veamos cumpliendo su rol de accesorios, anímicamente al borde de la castración, enajenándose o sucumbiendo ante un drama, mientras tanto, son las mujeres las que generaron o invocaron este. Hereditary (2018) inicia con la muerte de la abuela de una familia. De alguna u otra forma, (solo) los herederos se verán tocados ante la ausencia física de este personaje. La ópera prima de Ari Aster desde el principio nos deja en claro la importancia del rol matriarcal en la casa de los Graham. En cada uno de sus miembros reconocemos una dependencia hacia la recién fallecida o los rezagos de ciertos agravios que esta misma provocó en vida.
Aster parece guiarnos a una trama en donde el “fantasma” de una madre –expresándose mediante un plano espectral como mental– aún merodea por las habitaciones de la casa aislada en las entrañas de un bosque. Es la muerta que sigue habitando en las alucinaciones y los sueños de los herederos, a lo que incluye la preservación y práctica de ciertas rutinas y comportamientos de la anciana. Es la muerta que domina las emociones y actitudes de los vivos desde el más allá. Por mucho que el personaje de Annie (Toni Collette) haya despreciado a su madre, a ella le es imposible no dejar de ser ceremoniosa ante el féretro de la difunta. Puede llamarse temor, costumbre o hasta un amor odio; sea cuál sea, la madre de familia es una víctima que parece haber quedado impedida de curar un profundo resentimiento hacia su propia madre, siendo el impedimento de cumplir con su rol maternal lo que más reclama.

El tema del extraño y doloroso vínculo filial se percibe en algunos de los cortos de Aster, lo que provoca pensar que ese será la constante en el largo de su película; sin embargo, un impredecible acontecimiento creará un giro en la trama. Hereditary genera un nuevo conflicto, el cual agrietará aún más la insalubridad mental de Annie, y de paso inaugurará un largo puente que se extenderá hasta su final. Es en ese trecho que se generan ciertos desencantos, además de algunas trivialidades. El filme invoca rituales ya conocidos de las películas de terror: pesadillas recurrentes que liberan represiones, el thriller psicológico de una carga demencial, sesiones espiritistas tipo Poltergeist (1982), sonidos bocales que recuerdan a los espectros asiáticos, reflejos engañosos. Claro que en su proceso no se le desprecia su peso ambiental y un humor involuntario –también perceptibles en sus cortometrajes–, recursos que agudizan o contrastan con lo dramático o terrorífico.
Más desalentador se torna para cuando la historia se propone “unir piezas”. Sucede cuando uno de los personajes recopila información a fin de saber con qué se enfrenta. La típica salida de un investigador queriendo resolver el caso antes que sea tarde. Pero, eso no es más que la antesala hacia lo trágico. Hereditary tiene un fin encantadoramente perturbador. Luego de un largo tramo que no parecía reconocer estímulo particular, Ari Aster patea el tablero y el goce no para hasta su cierre. Vale la espera. Su punto final me recuerda a Los amos de Salem (2013) y La bruja (2015), dos películas de terror recientes que mejor han representado el tema de la brujería; Hereditary sería la tercera. El modo con que estos tres filmes logran hacer de lo terrorífico una secuencia alucinatoria y triunfal. De pronto sus conclusiones en teoría son una derrota, pero el carácter glorioso con que se manifiesta el último ritual, lleno de solemnidad, cautiva, embelesa, contagia el, nuevamente estimado, fetiche por la brujería.

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