La difícil y ocasionalmente
trágica rutina de un hombre dedicado al negocio de indocumentados se representa
como un diario laboral. El director Álvaro Aponte nos asienta en una coyuntura
en donde oleadas migratorias desembarcan en la nación de Puerto Rico. Dentro de
esa situación, Rafito (Israel Lugo) gesta su profesión en la que lidiará con
una serie de imprevistos que surgen de manera súbita, aunque no dejan de tener
una sensación de cotidianeidad para su protagonista. En El silencio del viento (2017) se perciben breves aprietos, unos más
serios que otros; sin embargo, ninguno de estos parece frenar el emprendimiento
de Rafito, quien no deja de seguir con lo suyo. Se comprende por qué Aponte
opta como primer conflicto lo que podría ser un golpe fatal para su personaje.
La película tiene la idea clara de subrayar que el referido es un oficio lleno
de percances, y definitivamente los personajes implicados al negocio son
conscientes de esas contras.
En el transcurso, el
filme ejerce una mirada realista y crítica respecto a un acto de negligencia
continuo. El tour de Rafito está
plagado de trances sociales en un estado de urgencia, pero que de pronto la
sobriedad que caracteriza a su protagonista al momento de manejar o reprimir
las incidencias contagia esa apariencia de normalidad. Lo trágico luce como
algo pasajero. En adición, el estado alarmante decrece mediante una serie de
sucesos que retribuyen el sacrificio. Una fiesta o un regalo. Son gestos que
calman, reconfortan y disipan la angustia. Lo cierto es que también se filtran momentos
neutros. Son los instantes en que la soledad rodea a Rafito, secuencias en donde
el entorno crea un vínculo con el trabajador imparable. El silencio y el ocaso
hablan por él. Sin darnos cuenta, El
silencio del viento va sumando estima de una manera discreta, y eso recién se
percibe en su vigorosa secuencia final; lo mejor del filme. Es un instante en
que podría prescribir la suerte del hombre que creyó ser héroe en una tragedia.
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