Inicia como un
thriller para después evocar a la crónica de un “proyecto artístico” de visión personal.
Robar a Rodin (2017) es estimulante a
medida que sugiere lecturas y juicios que se confrontan. Es la historia de un
hurto que puede también ser asumido como un osado plan de motivaciones benignas;
la patraña o hazaña a manos de un personaje, que pueda ser un genio o un
fraude. Todo es relativo. Desde los hechos, el protagonista, hasta las
concepciones de este mismo. Cristóbal Valenzuela nos envuelve en este insólito
caso que aconteció en Chile, y puso al país sureño en el ojo de la tormenta. Lo
cierto es que este director desea ir más allá del relato y asistir a las causas
que desató el robo de una pieza de arte del escultor Auguste Rodin, a fin de
minar una serie de reacciones en el espectador. Es ese derrotero lo que
convierte a este documental en un filme de búsqueda.
Robar a Rodin no se encasilla al lenguaje policial o de pesquisa para desmembrar
las razones de este delito público, sino que va sugiriendo otras intenciones.
Lo serio de pronto se convierte en lo estúpido, luego transita a lo chiflado y después
a la sensatez, o tal vez solo sea un gesto de condescendencia o puro sarcasmo.
De hecho, es el espectador quien irá decidiendo qué vertiente o comportamiento
asume el filme. Mediante esa hipótesis es que Robar a Rodin se vislumbra como un experimento social. Cristóbal
Valenzuela, a medida que retrata este acontecimiento, revive a los implicados,
invita a analistas, especialistas, al protagonista y a sus conocidos. Es decir,
revive a la coyuntura de entonces que, como toda, nunca se pone de acuerdo y
apunta a distintos juicios.
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