miércoles, 1 de agosto de 2018

22 Festival de Lima: Muere, monstruo, muere (Competencia Ficción)

Alejandro Fadel realiza una película sostenida por una dosis de turbación que provoca una segunda mirada. Muere, monstruo, muere (2018) tendrá un gesto arriesgado, hasta pretencioso; sin embargo, dispone una propuesta consecuente dentro de su fantasía desmedida y sugerente. La historia se abre desde los ambientes y tópicos western. Ya antes el argentino había manifestado su fascinación por este género en su ópera prima Los salvajes (2012). Casualmente, aquí también el western es solo un estímulo, quedando de este los planos generales –que, a propósito de la iluminación durante la nocturnidad, recuerdan a Érase una vez en Anatolia (2011) – y Cruz (Victor Lopez), una suerte de cowboy de aire fatalista y decadente, para después fabricarse un melodrama y un posterior thriller envuelto por una atmósfera de terror.
Un terrible asesinato a una mujer, acontecido en un terreno rural ubicado entre el límite fronterizo de Argentina y Chile, ha puesto en jaque el área vigilada por Cruz y otros policías. Lo que en principio parecía un caso criminal corriente, que además manifestaba con prontitud a su principal sospechoso, se torna un caso denso e inexplicable que implica a un depredador. ¿Inventos de un orate o simple cuartada para sacudirse un crimen? La película responde a este posible cuestionamiento mediante pistas y evidencias que van revelando a una criatura no terrenal, una aparición que al parecer ha sometido a David (Esteban Bigliardi), el sospechoso, quien será crucial dentro de la trama, y se convertirá en el puente entre los crímenes y el responsable de estos. Así como ocurre con los mitos de Drácula o el doctor Moreau, el antagónico de esta película tiene a un servil a su disposición, quien será el foco de atención de los investigadores que, salvo por uno, se resisten a seguir el juego del “monstruo”.

A medida que Cruz vaya implicándose más con el caso y el sospechoso, la película irá agotando sus propósitos de crear el thriller. La pesquisa se verá relegada a medida que el protagonista vaya admitiendo y percibiendo eso que menciona David. En Muere, monstruo, muere vamos viendo a un grupo de hombres contagiándose de los síntomas del portador de una supuesta enfermedad que el director decide convertir en concepto. Más que enfermedad, David carga con una revelación o algo inconscientemente soterrado en la esencia del hombre. Fadel crea la historia de una serie de feminicidios, y convierte en responsable a un monstruo que curiosamente está únicamente vinculado a los hombres. Este monstruo los domina, los convierte en esclavos, en conejillos de india. Los hombres, de alguna forma, parecen ser testigos, cómplices de estos crímenes, y están imposibilitados a frenar la matanza. Es el gesto de complicidad que se genera a propósito de un colapso mental. ¿Es que acaso ese monstruo se anida en el inconsciente varonil?
Hasta cierto punto, ya es evidente que Muere, monstruo, muere es una alegoría a la coyuntura feminicida, y, en adición, su director sugiere el posible origen de este mal, el cual se manifiesta en los hombres mediante visiones y babas. El monstruo, causante de las muertes, se perfila como un ser primigenio –en la escena final lo vemos en medio de ruinas, como adjudicando su antigüedad–, lo que provoca pensar que existe una alusión de que el feminicidio sea una práctica primitiva. Las causantes de que este monstruo tenga esas pulsiones se deben a su forma, a su naturaleza sexual. Literalmente, el sexo se convierte en autor del feminicidio. Alejandro Fadel agrega que este monstruo es una representación sexual grotesca, como sugiriendo su esencia violenta. Muere, monstruo, muere tiene aún mucho por comentarse. Tiene un valor enigmático, como esa aserción de motociclistas que recuerdan a los de Under the skin (2013), de Jonathan Glazer.

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