Alejandro Fadel
realiza una película sostenida por una dosis de turbación que provoca una
segunda mirada. Muere, monstruo, muere
(2018) tendrá un gesto arriesgado, hasta pretencioso; sin embargo, dispone una
propuesta consecuente dentro de su fantasía desmedida y sugerente. La historia
se abre desde los ambientes y tópicos western.
Ya antes el argentino había manifestado su fascinación por este género en su
ópera prima Los salvajes (2012). Casualmente,
aquí también el western es solo un
estímulo, quedando de este los planos generales –que, a propósito de la
iluminación durante la nocturnidad, recuerdan a Érase una vez en Anatolia (2011) – y Cruz (Victor Lopez), una
suerte de cowboy de aire fatalista y
decadente, para después fabricarse un melodrama y un posterior thriller envuelto
por una atmósfera de terror.
Un terrible asesinato
a una mujer, acontecido en un terreno rural ubicado entre el límite fronterizo de
Argentina y Chile, ha puesto en jaque el área vigilada por Cruz y otros
policías. Lo que en principio parecía un caso criminal corriente, que además
manifestaba con prontitud a su principal sospechoso, se torna un caso denso e
inexplicable que implica a un depredador. ¿Inventos de un orate o simple
cuartada para sacudirse un crimen? La película responde a este posible
cuestionamiento mediante pistas y evidencias que van revelando a una criatura
no terrenal, una aparición que al parecer ha sometido a David (Esteban
Bigliardi), el sospechoso, quien será crucial dentro de la trama, y se
convertirá en el puente entre los crímenes y el responsable de estos. Así como
ocurre con los mitos de Drácula o el doctor Moreau, el antagónico de esta
película tiene a un servil a su disposición, quien será el foco de atención de
los investigadores que, salvo por uno, se resisten a seguir el juego del
“monstruo”.
A medida que Cruz vaya
implicándose más con el caso y el sospechoso, la película irá agotando sus
propósitos de crear el thriller. La
pesquisa se verá relegada a medida que el protagonista vaya admitiendo y
percibiendo eso que menciona David. En Muere,
monstruo, muere vamos viendo a un grupo de hombres contagiándose de los síntomas
del portador de una supuesta enfermedad que el director decide convertir en
concepto. Más que enfermedad, David carga con una revelación o algo
inconscientemente soterrado en la esencia del hombre. Fadel crea la historia de
una serie de feminicidios, y convierte en responsable a un monstruo que
curiosamente está únicamente vinculado a los hombres. Este monstruo los domina,
los convierte en esclavos, en conejillos de india. Los hombres, de alguna
forma, parecen ser testigos, cómplices de estos crímenes, y están
imposibilitados a frenar la matanza. Es el gesto de complicidad que se genera a
propósito de un colapso mental. ¿Es que acaso ese monstruo se anida en el
inconsciente varonil?
Hasta cierto punto, ya
es evidente que Muere, monstruo, muere
es una alegoría a la coyuntura feminicida, y, en adición, su director sugiere
el posible origen de este mal, el cual se manifiesta en los hombres mediante
visiones y babas. El monstruo, causante de las muertes, se perfila como un ser
primigenio –en la escena final lo vemos en medio de ruinas, como adjudicando su
antigüedad–, lo que provoca pensar que existe una alusión de que el feminicidio
sea una práctica primitiva. Las causantes de que este monstruo tenga esas
pulsiones se deben a su forma, a su naturaleza sexual. Literalmente, el sexo se
convierte en autor del feminicidio. Alejandro Fadel agrega que este monstruo es
una representación sexual grotesca, como sugiriendo su esencia violenta. Muere, monstruo, muere tiene aún mucho
por comentarse. Tiene un valor enigmático, como esa aserción de motociclistas que
recuerdan a los de Under the skin (2013),
de Jonathan Glazer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario