Pocos son los cambios
que versiones posteriores provocaron en la historia original de William A.
Wellman (1937). De pronto los remakes se valieron únicamente de la propia
época, además de los actores del momento, para “renovar” una historia de amor
en donde el alcoholismo es medular para estimular el conflicto. La reciente Nace una estrella (2018) se acerca a la adaptación
de Frank Pierson (1976). En lugar de estrellas de Hollywood, los protagonistas
son cantautores. El trasfondo a partir de entonces ya no es cine dentro del
cine, sino el cine ingresando al negocio de la música, y con mucha razón, dado que
con la masificación de la televisión la industria en Hollywood había perdido
esa magia y gran acogida propia de la Época de oro. En un presente, el exitoso cantante
Jackson Maine (Bradley Cooper), bebedor empedernido, conocerá por azar a Ally
(Lady Gaga), una modesta, aunque prometedora cantante.
Cooper, protagonista y
director de su ópera prima, opta por lo melodramático y por las secuencias
musicales, que no es lo mismo decir sea un musical. Esto no lo obliga a escatimar
el lado majestuoso de los estrados. Luces y contraluces incitan esa atmósfera rimbombante
y de ensueño que la protagonista de la historia digiere con júbilo y espasmo.
Como la protagonista de Judy Garland en la versión de George Cukor (1954), a
Ally la vemos extasiada entre bombillas y asistentes, y, ligeramente, a un
costado el otro gran protagonista. El inicio es el momento de la estrella por
nacer, porque lo resto será para el otro personaje, ese otro rostro de la fama.
Sin embargo, y a diferencia de Wellman, Cooper no opaca a la protagonista. El
argumento comenzará a nutrir más el drama de Jackson, pero sin dejar de lado a
la cantante y su carrera en raudo ascenso. Lo cierto es que eso rebela lo que
sería el punto más débil del filme.
La construcción del melodrama
hace germinar un tema que pretende ser sustancial, pero que queda varado en el
transcurso. El concepto de “ascenso del músico sin perder la esencia” luce por
momentos impostado y artificioso entre la relación humana. Hay una llamada de
atención a las producciones musicales que surgen hoy en día a granel. Sin
embargo, por muy consecuente que sea, no hace más que despistar al carácter
emotivo a dónde pretende llegar la historia, detalle que no suscita otro tema también
al margen del romance. La Nace una
estrella de Cooper decide extender y dar detalles biográficos del
protagonista. En las versiones anteriores, el alcoholismo convierte en presa al
principal masculino. Las razones o el punto inicial del mismo son difusos. La
versión de Wellman y Cukor incluso remarcan la idea de un personaje al que no se
le conoció por completo. Por lo contrario, la reciente versión decide hurgar
ese lado desconocido.
Uno de los puntos
fuertes de Nace una estrella es el
drama que surge entre dos hermanos. Jackson y Bobby (Sam Elliott) se ven
enfrentados a razón de una ofrenda familiar ultrajada. Es una escena poderosa y
significativa para entender la naturaleza de un hombre que desde su niñez observó
su vida desde la perspectiva equivocada. Ambos personajes, sin recurrir a la reacción
edulcorada, son también partícipes de una de las escenas más conmovedoras de la
película. Tanto Cooper como Elliott mantienen firme esa postura dura y
flemática propia de los comportamientos de las fantasías sureñas. Sin cantar,
Sam Elliott hace tal vez la mejor interpretación del elenco.
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