No deja de ser
decepcionante que la última película de Paul Greengrass opte por el circuito de
un drama convencional en lugar de un conflicto dominado por lo que mejor sabe
hacer: crear el suspenso, la angustia sofocante a propósito del terror realista,
casi de un aire documental, que se aborda con una celeridad que encuentra la
sincronía correcta entre las historias en paralelo y el trabajo de edición. El
británico está lejos de Capitán Phillips
(2013), y qué decir de Vuelo 93
(2006). La antesala al caos, crucial para provocar el vuelco entre la
tranquilidad y la anarquía, es breve. De igual forma, el gran conflicto de la
historia, punto alto del drama, es fugaz. La película de Greengrass se ocupa
más bien en tratar las secuelas de un atentado, ese fragmento que en Vuelo 93 no existe y que en Capitán Phillips solo le tomó últimos
minutos del filme, más que suficiente.
22 de julio (2018) recrea el evento trágico de un ataque terrorista
desatado en Oslo a fin de atender a los testimonios de los implicados. Todos –Greengrass
no extravía su manía para narrar más de dos perspectivas– se conducen a una
mirada humana. Más allá de la postura objetiva y contraria a la radicalidad racial
que expone el protagonista agresor, el director está interesado en hurgar el
dolor a causa del trauma que bloquea la cordura o hace titubear la habilidad
protocolar de un primer ministro. El testimonio de un abogado es el más débil y
trivial del grupo. El tema ético es un ir y venir en este, además de tantas
partes de la película. El caso del joven Viljar (Jonas Strand Gravli) es el centro
de la historia, y también el más elaborado, sin embargo, no dejan de percibirse
ciertos trazos dramáticos familiares. Paul Greengrass combina el drama judicial
con el íntimo elevándolo a un plano humano. No es una película a desdeñar,
salvo que la pudo haber realizado cualquier otro director.
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