jueves, 18 de octubre de 2018

Netflix: 22 de julio

No deja de ser decepcionante que la última película de Paul Greengrass opte por el circuito de un drama convencional en lugar de un conflicto dominado por lo que mejor sabe hacer: crear el suspenso, la angustia sofocante a propósito del terror realista, casi de un aire documental, que se aborda con una celeridad que encuentra la sincronía correcta entre las historias en paralelo y el trabajo de edición. El británico está lejos de Capitán Phillips (2013), y qué decir de Vuelo 93 (2006). La antesala al caos, crucial para provocar el vuelco entre la tranquilidad y la anarquía, es breve. De igual forma, el gran conflicto de la historia, punto alto del drama, es fugaz. La película de Greengrass se ocupa más bien en tratar las secuelas de un atentado, ese fragmento que en Vuelo 93 no existe y que en Capitán Phillips solo le tomó últimos minutos del filme, más que suficiente.
22 de julio (2018) recrea el evento trágico de un ataque terrorista desatado en Oslo a fin de atender a los testimonios de los implicados. Todos –Greengrass no extravía su manía para narrar más de dos perspectivas– se conducen a una mirada humana. Más allá de la postura objetiva y contraria a la radicalidad racial que expone el protagonista agresor, el director está interesado en hurgar el dolor a causa del trauma que bloquea la cordura o hace titubear la habilidad protocolar de un primer ministro. El testimonio de un abogado es el más débil y trivial del grupo. El tema ético es un ir y venir en este, además de tantas partes de la película. El caso del joven Viljar (Jonas Strand Gravli) es el centro de la historia, y también el más elaborado, sin embargo, no dejan de percibirse ciertos trazos dramáticos familiares. Paul Greengrass combina el drama judicial con el íntimo elevándolo a un plano humano. No es una película a desdeñar, salvo que la pudo haber realizado cualquier otro director.

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