Vientos del sur (2018) tiene un atractivo tanto en su trama como en su
cinematografía. La historia inicia con un retorno. Nina (Carolina Niño de
Guzmán) vuelve a la hacienda cuzqueña de su abuelo en donde nació y se crio. El
lugar es distinto al que su recuerdo ha cobijado. Las deudas, producto de la
negligencia administrativa del dueño, han carcomido la finca y de paso la salud
del anciano. El hecho es que a la recién llegada poco le preocupa la urgencia
de la situación, pues su visita no fue del todo voluntaria. El director Franco
García nos interna a un relato en donde la naturaleza rural, la herencia y las
creencias son estímulos clave para su protagonista, en principio indiferente.
Nina, la forastera, es un sujeto que no encaja dentro del lugar. La postura de
la nieta va más allá al de una visitante temporal. Hay un gesto invasivo y
evasivo en su actitud.
Nina no solo merodea
por la hacienda de su abuelo, a medida que tasa y va negociando la suerte del
territorio, sino que también su mirada pasa por encima de las solicitudes de
los habitantes de la hacienda, aquellos que corren el riesgo de quedar a la
deriva. Lo cierto es que el “turismo” de la joven va despertando algo en ella. Espacios
o artefactos que ya no existen, y que conscientemente no desea reconocer, van
removiendo su memoria. Es el vínculo que se reactiva cada que, por ejemplo,
habla con el abuelo o se aventura entre la ruralidad. Curiosas son estas
escenas. Algunas resultan ser casi un impulso que la joven experimenta en
soledad, como buscando algo, tal vez internamente, tal vez en su alrededor. Son
en esas situaciones en que García aprovecha en explotar los paisajes. Planos
generales despliegan la inmensidad y el misticismo de esta zona andina, la cual
imanta, hipnotiza y retiene al sujeto.
Existe una dialéctica
subjetiva entre el individuo y la naturaleza en Vientos del Sur. Como en las western,
estos dos elementos tienen una correspondencia, en este caso, a propósito de lo
agónico y, por qué no, de lo demencial –pensando en un perfil alternativo del
final de la historia–. El hecho que esta película se refiera además a un
protagonista restaurando su vínculo familiar y territorial, y la preservación
de un legado o patrimonio, parece alinearla aún más a ciertas premisas del western. El mismo carácter de la
protagonista es otro aliciente a este género. Interesante ese contraste que la
presencia de esta protagonista genera. Ella de traje citadino y baja estatura,
rasgos significativos y contrarios a su carácter fuerte que va en ascenso.
García modela la personalidad de la nieta pensando tal vez en protagonistas como
Scarlett O’Hara o la Jennifer Lawrence de Winter’s bone (2010).
Así como los
personajes mencionados, Nina, aunque sin darse cuenta, comienza a tomar las
riendas de una reconstructora. De pronto se siente en la necesidad de tomar
voz, de enfrentar contra los que representan un peligro para la hacienda, un
impulso por acicalar una habitación abandonada, o de reparar lo que luce
irreparable. En tanto, sus paseos en busca de “algo” no cesan. Sucede también
que a medida que pasa el tiempo de estadía, pareciese que Nina poco a poco comenzase
a recordar –como el preparar un arma–. “Hay cosas que no se olvidan”; dice el
abuelo. Ella ha comenzado a aceptar su verdadero lugar o identidad. Ya para el
punto de culminación de Vientos del sur,
Nina parece haber recordado todo lo aprendido, e incluso asimilado hasta lo más
utópico.
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