Además de sobrecoger, un
gesto de ternura provoca la rutina opresora que recae en Lazzaro (Adriano
Tardiolo), el joven que trabaja más y sin cuestionar en una cosecha tabacalera.
Pueda que no sea del todo impreciso vincular esta historia con el cine de
Ermanno Olmi, en donde también vemos a personajes sumidos en una rutina
laboral. Lo cierto es que lo planteado por Alice Rohrwacher no se queda en el
contemplar desde los ojos del obrero cándido, la mirada “feliz” de Lazzaro,
sino también contemplar una problemática, la cual deviene del accionar del
resto de personajes. Lazzaro es como una pequeña carpa viviendo en una sociedad
de tiburones, un pequeño universo compuesto por personajes indiferentes, desde
los siervos hasta una marquesa. Es esa misma desventaja y la reacción
complaciente como única defensa de Lazzaro la que provoca una mezcla de drama y
comedia, de rechazo y compasión.
Si se ha visto antes Le meraviglie (2014) pueda que se
perciba con prontitud el deseo de Rohrwacher en fabricar nuevamente una
historia en donde la modernidad arrolla a una comunidad tradicional. En su
anterior película, la directora italiana expone a unos granjeros a las
fantasías de la urbanidad. En consecuencia, las tradiciones se verán
vulneradas. Es la segunda parte de Lazzaro
feliz (2018) la que aclara misma pretensión. Luego de un giro insólito,
primera huella fantástica y enigmática del relato, los personajes ingresan a
una modernidad que prometió liberarlos, pero que no hizo más que ahondarlos a
una nueva miseria. Es el mismo cuadro que directores de la Italia de la posguerra
quisieron definir. Desde Los desconocidos
de siempre (1958) hasta Los monstruos
(1963), vemos a parias sobreviviendo a la adversidad de la única forma en que ellos
creen poder –y es que hay evidencia de una infertilidad consciente–, mientras
que desdeñan la poca oportunidad que lo público les dispone.
Por un lado,
Rohrwacher funde una sátira. “¡Ustedes son un parodia!”; grita una víctima como
aludiendo que los personajes de esta historia imitan a los de Mario Monicelli o
Dino Risi. Es pues el retrato pillo, mísero y urbano de la Europa en crisis.
Pero no deja de estar la presencia de Lazzaro; él también es imitación pero
otra generación. La presencia del joven evoca al neorrealismo. Su perfil de
mártir nos retrae a los filmes de Vittorio De Sica y Roberto Rossellini. De
este último, tanto de su época de la Italia en guerra como el del director de
biografías cristianas. Lazzaro no está lejos de ser un Francisco de Asís o una
Juana de Arco. Su derrotero es de puro padecimiento y mucho aguante. A medida
que avanza la película, ya es imperceptible el lado glorioso, porque ya muchos
desencantos han abordado a Lazzaro, quien representa el último escalón social
en cualquier tiempo en que lo postren. Su presencia siempre será paredón del
desquite.
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