Monsieur Hulot no solo
es un agente del desorden, sino que también es un contemplador de rutinas. En
cierta manera, el alter ego de Jacques Tati –y no solo dentro de la urbanidad
moderna expresa en Playtime (1967) – siempre
juega el rol de intruso, el sujeto que desencaja con el entorno, provocando gags y cambios en la coreografía del
resto de personajes; en tanto, su posicionamiento en un lugar implica el
descubrimiento de un espacio que proyecta sus propios rituales y ceremonias a
las que el agradable y bien intencionado personaje de culto no está habituado. Es
decir, si bien Hulot no se esfuerza por seguir la “corriente” o las dinámicas
aplicadas por el resto, el contexto no deja de mantener su ritmo. Mediante la
presencia de Hulot, Tati describe los espacios y lo que estos incluyen.
No hay duda que Elia Suleiman
se inspira en Tati para hacer su estupenda It
Must Be Heaven (2019), una película en la que también opta por encarnar a
su protagonista, una versión propia de Hulot. En la historia, el director
Suleiman pasa sus días en tres ciudades distintas, y en su trayecto irá
admirando los espacios, sus habitantes y los hábitos de estos. A diferencia del
francés, este “monsieur” parece asumir a conciencia su rol de extranjero.
Incluso en su mismo terruño, Suleiman es un pleno observador, siempre exigiéndose
una distancia que lo mantenga al margen de su panorama. Mientras que Hulot se
introduce en la acción para desmoronar las rutinas ajenas, Suleiman opta por
una no integración dentro de la acción a fin de mantenerla intacta. Tati ponía
a su protagonista en medio de planos abiertos. Era Hulot moviéndose entre la
multitud. En cambio Suleiman, en gran parte del filme, registra a su
protagonista y el espacio contemplado por separado. Es por esa razón que hay un
ejercicio recurrente del plano y contraplano; el observador versus lo observado.
¿Y qué ve Suleiman? El
rastro divertido y crítico de esos entornos, características también provocadas
en las películas de Tati; aunque, nuevamente en contraste, la dosis crítica de
Suleiman resulta más directa y mordaz. Salvo por el rostro inexpresivo de su
personaje, el director palestino no es para nada discreto. La risa y,
especialmente, su mirada fiscalizadora son voluntariosas. Se exhorta al espectador
una interpretación cuestionadora sobre cómo, por ejemplo, actúan las fuerzas
del orden en cada nación que visita el personaje de la película. A propósito,
un valor adicional de It Must Be Heaven
es que el contraste no solo se define desde la interacción de personaje y
contexto, sino que también se extiende una dialéctica entre los propios
contextos, en ocasiones generando una divergencia, y a veces manifestando leves
sincronías. Elia Suleiman pone a dialogar las “tradiciones” de tres lugares que
tienen una apariencia distinta al otro. Como Jacques Tati, el director
palestino parece hacer una (re)exploración de las nuevas rutinas de nuestra
modernidad.
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