Una serie de certezas invoca
el nuevo documental de Gonzalo Benavente. En principio, La revolución y la tierra (2019) da por sentado el valor del cine
como fuente histórica. Su misma premisa temática, el de rescatar las
implicancias de la Reforma Agraria promulgada por el ex presidente Juan Velasco
Alvarado, incentiva a que el filme emprenda una retrospectiva desde tiempos de
la ocupación española. Historiadores, politólogos, antropólogos y demás
expertos, hacen sus aportes de los principales acontecimientos desde el tiempo
en alusión hasta posterior al periodo de Velasco y, en respaldo, los metrajes
de películas de antaño se abren paso. Mediante el despliegue de sus imágenes, el
cine, así como los testimonios orales, hace esquema de esa línea temporal, solo
que a partir de la representación de una coyuntura, o la definición u
aproximación de sus estereotipos sociales, que no es más una cristalización de
las fantasías y demonios del imaginario dominante o productor de ese cine.
Ahí está una película
como Yo perdí mi corazón en Lima
(1933), que “para conseguir la presencia viva de la actualidad, (Alberto)
Santana fechaba algunas secuencias,
incluyendo imágenes de las portadas de diarios –como la primera plana de El Comercio del 8 de mayo de 1933–,
capaces de dar cuenta puntual de hechos del momento”[i].
Este mismo filme muestra además el deformado retrato del provinciano;
instintivo y osco. Era pues una visión “de entonces” sesgada por los límites
trazados desde tiempos de la colonización. Es decir, el cine de Santana, y
otros de ese tiempo, fue siembra de una ideología capitalina. A propósito,
Benavente alude en su documental al cine como herramienta ideológica. Un claro
ejemplo es el cine de Federico García Hurtado, filmografía que es fuente
histórica, y también discurso ideológico, a partir de una invocación a la
revolución del campesinado en rescate de los terrenos apropiados por los
latifundios.
La revolución y la tierra, en su deseo de explorar las motivaciones de la
reforma velasquista, rebusca los filmes de ficción que se inspiraron en los
hechos que revelaban una divergencia nacional, historias de líderes
ajusticiados, levantamientos sociales reprimidos, la conglomeración de demandas
e impotencias personales y comunitarias producto de la burocracia y la
normatividad que los desprivilegiaba. Se citan también algunas de las películas
de Armando Robles Godoy, el cual extiende los conflictos de la propiedad de
tierras en espacios fuera de la sierra central, principalmente abordado por
García Hurtado. Ahora, si bien Benavente alude a este cine militante para llegar
al hecho revolucionario, ello no necesariamente convierte a su documental en un
material de apología revolucionaria. Y esto es muy importante: en teoría, La revolución y la tierra asume una
postura objetiva y neutral de las incidencias que generó la Reforma Agraria.
Ante eso, y ya apuntando
a una línea política, la revolución de Velasco se define como un evento que ni
fue triunfo ni fue fracaso. Lo que sí es innegable es su trascendencia tanto
histórica como cultural; lo primero por el mismo reordenamiento de las
estructuras políticas, económicas y sociales que acaecieron, lo segundo por el
significado que tuvo en un momento de hervor social en Latinoamérica, además de
la fantasía del héroe transgresor que en la actualidad proclaman generaciones
más jóvenes, y que a su vez es un alargue del marketing a la identidad nacional. Por consecuencia, La revolución y la tierra se centra en
un tema que no evidencia un claro consenso de ideas. Vemos a expertos que comentan
y reflexionan sobre su transcurso e implicancias, sobre qué tan saludable fue
ese hecho para la economía y política de la nación, y es este mismo debate el
que encausa al epílogo del documental: en el tema de la propiedad de tierras,
el Perú continúa caminando por un trecho de conflictos y rebeliones justificadas.
[i] Bedoya,
Ricardo. Un cine reencontrado.
Diccionario ilustrado de las películas peruanas (1997). Pág. 81.
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