martes, 15 de octubre de 2019

Ad Astra

La devoción hacia lo filial es una constante en la filmografía de James Gray. En sus historias contemplamos relaciones entre hermanos (Little Odessa, 1994) o entre padres e hijos (We own the night, 2007) que penden de un hilo muy delgado, aunque estos resultan ser inquebrantables. Los conflictos familiares que plantea su cine de alguna manera responden a viejos resentimientos, los mismos que han generado un contraste de comportamientos, o hasta un antagonismo. El hecho es que este vínculo de amor-odio es aparente. Una fidelidad innata es la que impide el divorcio entre los protagonistas, a pesar de que alguno incluso parezca desmerecer dicho gesto de abnegación. Ad Astra (2019) se encuentra en esta última senda. Roy McBride (Brad Pitt) será asignado a un viaje espacial para “reencontrarse” con su padre. Es la historia de un hombre envuelto en una misión oficial, pero que además es una misión personal. Su trayecto será un doble compromiso al que no dudará en emprender.
Dado los precedentes de Gray, lo personal siempre está un paso adelante, algo que provoca que la búsqueda sea más dramática. El viaje en el espacio exterior, ese lugar “surreal” y que involuntariamente incita a cuestionar el significado y trascendencia de la humanidad, no es más que un catalizador que repercutirá en el estado emocional de Roy. Su parentesco marital, su relación con su padre y su mismo oficio serán temas que evaluará mientras se enrumba a la misión que se le ha encomendado. Es decir, su viaje en cumplimiento de su función como astronauta, que es además el retorno al recuerdo de su padre, resulta también ser un encuentro consigo mismo. De alguna forma, Roy representa una necesidad universal de su propio presente. Ad Astra se asienta en un futuro en donde la humanidad está empeñada en encontrar vida en otros planetas, lo que a fin de cuentas es un medio o excusa para preservar el sentido de la vida. Será pues bajo la inmensa cúpula estrellada que Roy descubrirá el sentido de su propia vida, lo que terminará por encausar a la relación que llevó con su padre.

Para Gray, la condición humana es un síntoma de lo hereditario. La naturaleza del hijo responde a la naturaleza del padre, y esto, para el primero, es algo innegable, por mucho que reniegue de la misma o del destino consecuente. Ello se percibe en Ad Astra y en La ciudad perdida de Z (2016), otro claro ejemplo en donde un hijo, en un punto inicial, cuestiona los precedentes de su padre, pero que con el proceder comenzará a comprenderlo al punto de terminar asimilando sus mismas manías u obsesiones. Ahora, y en ambos casos, no estamos tratando con un adiestramiento o imposición de pensamientos patriarcales. Este proceso de adopción de ideas o comportamientos es prácticamente voluntario. La biografía de Roy y la del hijo del polémico explorador de La ciudad perdida de Z coinciden a propósito de que ambos tuvieron casi por entero una orfandad física paternal –producto de la exigencia de un oficio que se autoimpartían los padres– y se conformaron con las breves convivencias domésticas y, principalmente, con las noticias o mitos que oían sobre sus progenitores. O sea, el adiestramiento presencial de padre a hijo fue casi nulo.
Es a partir de esta situación que se genera el gran conflicto del protagonista de Ad Astra. A medida que las fechas del viaje transcurren, la estabilidad psíquica de Roy va agitándose. El acercamiento a su punto de destino de su tarea equivale a la proximidad de un enfrentamiento ante el lado revelador del padre, un perfil contradictorio al que muchos hablan, y que aflige al hijo. Lo que resulta ser una misión espacial para los superiores, para este adulto es una oportunidad para curar o “rescatar” su relación filial. Lo cierto es que James Gray no se conforma con eso. Ad Astra aspira a convertirse en un viaje épico. Una vez más, el director se apropia de otros géneros. Al derrotero dramático, se entremezcla un enfrentamiento que alude a un terreno western, una escena de suspenso que se remonta a las pesadillas espaciales que fueron tendencia en la década del 50, o el mismo arranque del filme, el cual despliega las expectativas de una película que no deja de ser impredecible.

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