Al igual que en What We Do in the Shadows (2014), la
última película de Taika Waititi abraza la parodia siendo este su atractivo más
inmediato. Lo cierto es que de ello no depende el éxito de la película. Respecto
al primer filme mencionado, Taika Waititi se diferenciaba, por ejemplo, de otras
comedias vampíricas como El baile de los
vampiros (1967) o Dracula: Dead and
Loving It (1995), a propósito de su premisa argumental: una introducción a
la rutina macabra de un grupo de vampiros en clave de falso documental. Caso Jojo Rabbit (2019) no hace más que
congregar premisas ya conocidas. De pronto, hubiera sido más atractivo que se
concentrase en su versión nazi de El
invisible Harvey (1950), siendo un compañero imaginario una proyección del
imaginario ideológico, un análisis más profundo que la sátira que, en este
caso, no hace más que poner en ridículo los argumentos ideológicos. Además, qué
es más aleccionador y reflexivo que el solo ver a un infante expuesto y
obedeciendo a una idea insidiosa. En su lugar, es el repetido truco moral y
dramático de personajes redimiéndose en un terreno en decadencia. Eso hace de Jojo Rabbit predecible.
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