Un video que presta
atención al valor sonoro de Amour (2012).
La sumatoria del no diálogo y el sonido (extra)diegético en el cine de Michael
Haneke es crucial. Importante y significativo en todas sus películas. Una
especie de marca que firma un tránsito entre la calma y el caos, o es el propio
caos reprimido dando signos de su punto más álgido. Sin embargo, la constancia
de este mecanismo luce más enfática en esta historia en donde dos ancianos padecen
a causa de una enfermedad, una experimentándola físicamente y el otro
emocionalmente. Son dos registros distintos, dos modos de sufrimiento que se
expresan, por ejemplo, mediante el estruendo de los quejidos y el mutismo de
los pensamientos. Es un consenso sensorial comprometido a desestabilizar el
orden incluso en los momentos más rutinarios, como el de una cena interrumpida
por un grito fuera de campo. Este desequilibro sonoro no es más que un reflejo del
rumbo que toma el drama central de la película. Fuera quedan las fobias de la
cotidianidad, los traumas sociales, los del pasado, los de la infancia que
carcomen la conciencia del protagonista en el corte original. Son los
argumentos frecuentes de Michael Haneke para sus películas que retratan a
personajes o colectivos reaccionando con violencia (que no es otra cosa que un
gesto de liberación) ante dichos antecedentes. Amour (sin diálogos) es
otra historia. Son los fragmentos de un padecimiento, la rutina que desea
recobrarse con optimismo, a veces con desesperación, y, en extensión, es todo
lo contrario, una desesperanza, en principio, reservada, después menos
discreta, y luego áspera. En tanto, el sonido y no sonido insiste en invocar
una consumación irreparable. Es, finalmente, un ejercicio de la percepción. La
anulación de las palabras no genera vacíos ni pone en duda la sensibilidad del
tema y la angustia de los protagonistas, al contrario, refuerza las intenciones
de la secuencia dramática.
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