sábado, 6 de agosto de 2022

26 Festival de Lima: Viaje (Hecho en el Perú)

El principio de la película de José Fernández del Río me recuerda a El ordenador (2012), de Omar Forero. Un hombre recibe una noticia desesperanzadora en un servicio de salud y su reacción será letárgica. Lo cierto es que su posterior trayecto no reconocerá un estímulo a ese letargo, algo que sí acontece en el filme de Forero. Sucede que la comunidad hacia dónde se dirige Gabriel (Marco Antonio Miranda) no le es indiferente a los viajantes. Entonces, es a propósito de ese encuentro entre un “zombie” y una serie de personajes que brillan por su empatía campechana que Viaje (2022) pareciese encaminarse a una típica trama sobre un moribundo que volverá a la vida gracias a las relaciones que establecerá con los habitantes de ese lugar que pretendía ser escenario de su consumación. Nada de eso. Lo que veremos aquí es una deriva ligeramente extraña dado que va liberándose de los objetivos de su protagonista —si es que en algún momento tuvo alguno—. Es decir; es una ruta incierta la que se reconoce. De pronto, este condenado a muerte va reconociendo razones para despistar ese gran conflicto que a principio lo devoraba internamente —otra vez, si es que en algún momento eso le preocupó—.

A su arribo al terruño de su fallecida tía, ubicado en algún punto de Lambayeque, Gabriel coincidirá con los días en que el pueblo se alista para celebrar el culto anual a una imagen cristiana. Es una sociedad inquieta a su modo. A pesar de la actividad que se expone, hay también un gesto letárgico o estático en estos personajes, que, ciertamente, no es consecuencia de una razón emocional, porque condenados no están. Tal vez es así como Fernández mira a su universo. A pesar de esa ligera similitud, surge un desencuentro entre el forastero y los residentes. Gabriel, apático y pesimista, contrastará y repelerá a los pobladores, cordiales con los desconocidos y fervorosos hacia una cruz de madera. Estamos ante una reacción consecuente que viene de un hombre que está decidido a ser arrastrado por la extinción. Sus acciones están movidas por una pulsión terminal. Irse al retiro, construir un muro, alejarse de cualquier contacto humano. Lo cierto es que los secundarios obstruirán ese (des)ánimo por acelerar a la muerte, al punto en que, hasta cierto momento, ese conflicto inicial pasará a segundo plano, y ello, en gran parte, será a causa de la intervención de la otra protagonista de esta historia. Gladys (Estrella Aguilar), la adolescente y curandera oficial de la comunidad, será pues la causante de esa inflexión. Ella será la responsable de que olvidemos que estamos viendo una historia sobre una consumación.
A partir de aquí, es como si aconteciera una trama aparte, y en donde se me viene a la mente otras películas de las que posiblemente su autor ha tomado prestado. A propósito del acercamiento entre Gabriel y Gladys, recuerdo a Japón (2002), de Carlos Reygadas. La muerte y el deseo sexual son caminos distintos, pero que en sendas películas se entrelazan. Fernández reflexionará a su modo de que el sexo es una suerte de pulsión de muerte, otra forma de (auto)destrucción. Dada las circunstancias en que se envuelve Gabriel, el sexo podría ser un gesto esperanzador, pero lo cierto es que más bien provoca un desvió que lo aproximará a otro tipo de caos. El desear a una menor de edad no solo es el caso. Gladys es la “santa” de la comunidad. Fernández, sin creerse un Pasolini, desacraliza un imaginario cristiano y comunitario. Reygadas, por su lado, desacraliza, aunque no tanto lo cristiano, sino la condición humana en general, ello a partir de sus historias en donde el amor y la violencia conviven de forma áspera, aunque a su vez armoniosa. Fernández, por su parte, reduce su perímetro de observación. La convivencia/contraste se concentra en la interacción entre el deseo sexual y la cristiandad, algo que también sucede en Madeinusa (2006), de Claudia Llosa. El eros se manifiesta en el clímax de una celebración cristiana. Viaje, a pesar de algunos defectos, sobre todo en la dirección actoral, es apreciable por su propuesta o la explotación de esos hermosos planos generales que intentan tal vez alcanzar la sensibilidad de Reygadas. Es también una película conectada a los imaginarios del cine peruano reciente. Hay diálogos con Octubre (2010), de los hermanos Vega, y El evangelio de la carne (2013), de Eduardo Mendoza.

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