martes, 11 de octubre de 2022

9 Festival de Trujillo: La danza de Los Mirlos

El rescate del material fílmico es capaz uno de los mejores argumentos en el documental de Álvaro Luque. Tratándose de una película que rememora el trayecto de Los Mirlos, tiene sentido que su dirección se tome el trabajo de escanear y restaurar los rollos en Super 8 tomados por Jorge Rodríguez Grández, director musical de la banda de cumbia amazónica. La fuente tratada pasa de ser un álbum audiovisual a un material histórico digno de preservar. Es mediante este baúl fílmico que emerge evidencia de cómo es que una banda nacida en un punto recóndito del Perú logró sobrevivir décadas de creación musical y difundir e influenciar su ritmo y estilo en naciones ubicadas al extremo de este lado del mundo. La danza de Los Mirlos (2022) parece emular al típico testimonio de los catadores de la ayahuasca: un viaje de experiencia extracorporal o que abandona el cuerpo para flotar en terrenos nunca explorados, aunque sin degradar la esencia. A diferencia de otras bandas, vemos aquí un claro ejemplo de una que preservó para bien su personalidad. Los Mirlos no requirieron de algún gesto de alienación para ser aceptado por el público ajeno a su territorio original. Estuvo más bien comprometido a contagiar lo que era parte de su propiedad.

La danza de Los Mirlos (2022) nos relata de manera cronológica el trayecto de la banda, desde sus principios en su natal Moyobamba cuando se hacían llamar Los Saetas hasta la actualidad arribando a las principales capitales de Europa, en donde reconoce públicos con una similar reacción apasionada a la local. Rodríguez se convierte en el guía de este viaje que intercala testimonios, entrevistas, fotografías y material fílmico. Es una argumentación oral tradicional, aunque atípica visualmente al disponerse a describir y estimular desde la imagen el espíritu psicodélico de la banda. Luque, además de rescatar el archivo, se apropia de este. La imagen se corrige, pero también se maquillaje, se pinta, se anima, se convierte en parte de un collage sacado de la mente de algún muralista amazónico. Luque le otorga una personalidad, la de Los Mirlos, a su documental. Se suma a esto el repaso a una producción musical, sus antecedentes, sus éxitos y variantes. La música de Los Mirlos es hoy en día también un material digno de apropiación.
Pero hay más. A propósito del inmediato éxito que la banda amazónica experimentó por los años 70 en la capital limeña, la película de Álvaro Luque aprovecha también a abrir el panorama. La danza de Los Mirlos no solo es un homenaje a la banda en cuestión, sino al subgénero musical en sí, el de la cumbia de la selva que por entonces reconoce una boga, la cual actualmente ha reexperimentado ese ascenso. Lo que sucede aquí es algo distinto a la fama bien merecida, por ejemplo, de Yma Sumac o Susana Baca. La cultura extranjera en este caso no ha valorado un estilo de interpretación, sino un estilo rítmico. No es la voz como identidad, sino el sonido particular que mezcla instrumentos, asocia géneros e introduce voces con estridencia que alteran el compás tradicional y le dan forma a una melodía narcótica, a veces jubilosa, otras lasciva o incluso que acongojan. Es toda una mescolanza de caracteres lo que obviamente dieron como origen ya no solo un sentido de admiración, sino de culto. La danza de Los Mirlos, para bien, no se convierte en el típico documental musical que explota los tópicos dramáticos que cualquier banda que haya transitado por el éxito ha reconocido. Por encima de eso, hay una contemplación a la respuesta de un público de tal o cual época o de aquí y allá, así como la introducción y cortesía de cada miembro o los que fueron parte del impulso discográfico y la trascendencia de una herencia que sigue activa.

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