martes, 26 de junio de 2012

Tenemos que hablar de Kevin

Muy a diferencia del mexicano Alejandro González Iñárritu, la directora escocesa Lynne Ramsay altera el orden de los sucesos en su historia, no con la necesidad de aplazar la sincronía racional de los hechos, sino de ampliar una atmósfera anímica sobre una historia que en principio es intrigante y a veces desconcertante. Tenemos que hablar de Kevin (2011) es un filme que nos prepara para ser testigos del tenebroso ambiente de un relato cruel, una historia de horror. El drama pesado de una familia que posiblemente nunca debió formarse, pero que, sin embargo, observamos cómo va constituyéndose en medio del fastidio y la ignorancia. Ramsay es arquitecta de un contexto que delata al pasado y predice el futuro. Un filme incómodo por su psicología gráfica, una que nos aproxima a entender la realidad de dos personajes estigmatizados.
Eva (Tilda Swinton) y Franklin (John C. Reilly) en un pasado fueron trotamundos. Jóvenes dedicados a la ruta de viajes, una versión de vida relacionada con la libertad y la independencia, la inestabilidad propia de un sujeto errante que de un momento a otro concebirá a un niño. Kevin (Ezra Miller) será el producto de este descontento; eso sí, solo el maternal. Tenemos que hablar de Kevin es la historia de una mujer que no quiso ser madre y que volcó toda esa insatisfacción a su hijo, uno que ha heredado los rasgos físicos de su madre, además de su semblante famélico, al igual que sus mismos gestos llenos de hastío frente a lo que le rodea. La directora no pudo elegir a mejores actores para encarnar a este dúo que resultan ser el reflejo de sí mismos, tanto físico como anímico, ambos repeliéndose con tal naturalidad y franqueza que perturba al espectador.

Tenemos que hablar de Kevin está sostenida de una serie de indicios, marcas que si bien su misma historia demora en aclararnos, la simbología y los comportamientos psicológicos de los mismos personajes nos lo infieren y nos aproximan a lo que será el suceso final. La trama de Lynne Ramsay se podría dividir en tres partes: la infancia de Kevin, la llegada de un segundo hijo y la vida en solitario de Eva. La dinámica del filme se sostendrá básicamente de esta última fase, la cual sufrirá una serie de flashbacks que irán justificando el calvario que sufre el personaje de Eva en su presente. Aquí se aplica el juicio social, uno lapidario y humillante, que no entendemos con exactitud las causas, convirtiendo así a esta mujer en una víctima injusta. Ya luego que la historia va tomando su curso, Eva pasa de víctima a ser autora de un crimen, uno del que si bien no ha sido partícipe, ha sido motivadora, convirtiéndola casi en una criminal intelectual.
Lo más interesante de Tenemos que hablar de Kevin son los momentos en que la historia vaticina y promueve marcas de culpa hacia sus personajes. Manchas diarias de pintura roja, una cicatriz en el brazo, un ojo parchado, siendo la más sugerente una presentada al principio del filme, donde Eva está siendo cargada por un tumulto que es partícipe de un festival de la Tomatina, bañada y enrojecida por el vegetal estrellado, simulando sangre, simulando una crucifixión. La directora sabe ambientar los espacios de una manera sintomática. Tilda Swinton es notable, de una personalidad inerte, una zombie, un caminante extraviado en el Limbo. John C. Reilly retorna al cine no comercial haciendo de un sujeto común, presencia que incluso merece de naturalidad acertada. El pequeño Kevin, interpretado por Jasper Newell, refleja la imagen bipolar de un niño con un encanto innato, pero que expresa además un lado perverso y siniestro, una semilla malvada que luego Ezra Miller, convertido en el Kevin adolescente, ha brotado para calar hasta el último lamento de su propia creadora.

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