Existe un planeta en
donde humanos viven estancados en la peor versión de la Edad Media. Se dice que
en su tiempo el Renacimiento aún no ha llegado. La intromisión a este mundo
será pues el paseo a una jungla plagada de retratos grotescos. Duro ser un Dios (2013), filme póstumo
de Aleksey German, desde su primera escena se despliega como un montaje
fascinante. La película juega a ser la ilación de planos secuencias simulando,
aunque no siendo, un falso documental. Cierta comisión investigadora ha llegado
a esta tierra extraña, exótica, aunque también familiar (muy importante esto
último). La naturaleza aquí es deplorablemente caótica. El fango y la
pestilencia emanan a cada paso, así como las figuras extrañas de personajes
excéntricos y burlescos. La cámara (ese ente espectador que forma también parte
de la escena) mientras tanto promueve una práctica totalmente testimonial. Su
mirada es intrusiva. Se va meneando entre la multitud de obstáculos inertes, el
cruce improvisto de los cuerpos pueriles o rostros furtivos que buscan repentinamente
un instante de protagonismo. Solo uno, sin embargo, será el centro de atención.
El científico Don
Rumata (Leonid Yarmolnik) será nuestro guía. Él estará a cargo de una
expedición que lo llevará a conocer a fondo esta extraña realidad. Hard to
be God se convertirá así en el recorrido de un guía, uno que será infiltrado
y además confundido por primogénito de un Dios, el mismo que no podrá
intervenir a bien de la investigación. Don Rumata será parte de la comunidad,
miembro provisional de una fauna salvaje e iletrada. Aquí la barbarie es dominante
de este contexto, lugar en donde la sapiencia es perseguida. Se asume que existe
una “cacería de bruja” a los letrados. Como si fuera una relectura de la
Historia, este filme sutilmente va descubriendo esos rasgos patrimoniales de la
humanidad. Lo que fue en un tiempo algo cotidiano, en un presente utópico resulta
la muestra carnavalesca para un grupo de forasteros. Y, a propósito de carnaval,
es preciso citar a otra personalidad rusa.
Mijail Bajtin, en sus
estudios sobre la “carnavalización” en tiempos de la Edad Media y el
Renacimiento, mencionaba que el carnaval era la ventana a la realidad de
entonces solo que en un código inverso o exagerado, es decir, grotesco. Duro ser un Dios de la misma manera se
rige mediante las mismas dinámicas. Lo grotesco actuando como una sátira a la
humanidad. El saber, la religión, la esclavitud y la tiranía –todos moduladores de esencia humana– están manifiestos
en esta trama donde lo grotesco habita en todo. Lo cierto es que en el filme de
German aquí el carnaval no es temporal, sino perdurable. Una comunidad en donde
la ley pública parece no existir (o respetarse) y lo grotesco es parte de lo
cotidiano, desde sus miembros hasta su hábitat, que reacciona igual de feroz y
agreste. Frente a esto, se despliega además un lado sublime de la fealdad. A la
línea de la estética de ciertos referentes del cine ruso, Duro ser un Dios recuerda la fuerza visual propia de películas como
Tierra (1930), La infancia de Iván (1962) o La
voz solitaria del hombre (1987), donde lo fúnebre o lo caótico se
contemplan desde un perfil alegórico.
Aleksey German usa lo
grotesco como artificio decorativo y, ocasionalmente, poético. A pesar que su
película está compuesta en su mayor parte por planos secuencias, el director no
deja de promover planos estáticos y contemplativos que enmarcan una intensidad
lírica que deviene de la misma fealdad aglutinada. Duro ser un Dios tiene una gran valoración barroca desplegada de
inicio a fin. Hay un ensamblaje bien meditado respecto a la acumulación de
utilería que no deja espacio vacío. Soberbio es también la sincronía casi teatral
en la que se desenvuelven los personajes obsesionados con las secreciones
nasales y la desnudez de las nalgas (recinto del excremento), esto muy propio
de lo grotesco. Las humaredas que brotan, la viscosidad del lodo que brilla,
los insectos que zumban. Esa tecnología tan rústica como ingeniosa. Son puntos
a favor. Duro ser un Dios sin embargo
no compensa del todo. Su trama de viaje exótico sostenida por su dicotomía de
civilización/barbarie queda corta para un filme que se prolonga en el tiempo y
que por cierto va devaluando ese barroquismo que no sabe igual en sus últimos
instantes, sino más bien resulta cíclico o repetido, como la misma Historia.
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