La violencia política
como protagonista o trasfondo en el cine peruano ha sido planteada por
distintas películas al punto de considerarse esta temática una réplica sin
sentido. Muy al margen de lo que pueda considerarse como una necesidad por
reincidir a la memoria de una nación, sea para bien de una sanación o
reconocimiento de este panorama, tal vez lo que el público recriminaba de esta
acumulación era la nimiedad con que el tratamiento o las situaciones se
abordaban. Muchos de estos filmes no se vieron en la necesidad de renovar los
cuadros trágicos provocados por el terrorismo, los cuales el público ya tenía
por sentado. Muy a pesar, hubo películas que sí se preocuparon por hallar nuevas
fórmulas. Es el caso del terrorismo, por ejemplo, en donde renacía a forma de
un fantasma; presente aunque sin ser protagonista. Están aquí películas como Paraíso (2009) o Las malas intenciones (2011). A propósito del filme de Rosario
García-Montero, se sumaban también nuevas perspectivas. Junto a Paloma de papel (2003), la visión
infantil era una mirada que agudizaba la crítica a la materia de la subversión.
No existe redundancia
de un tema cuando sus autores están en una continua búsqueda de planteamientos.
En seguimiento a esta iniciativa, en una película como La noche larga de Francisco Sanctis (2016) vemos, por ejemplo, una
visión renovada sobre el estado de tensión en tiempos de la dictadura argentina.
Caso en Chile, una película como Aquí noha pasado nada (2016) da lección de historia a propósito de las
negligencias de la actualidad. Ni una parece una repetición de la larga lista
de películas que se resolvieron en sus países correspondientes, a consecuencia
de los temas que exploran. La última
tarde (2016) está a la línea de esa renovación. En la última película de
Joel Calero no cabe la acuñación de “otra película más sobre el terrorismo”, pues hay un concepto que hasta el momento
no se había empadronado a esta temática. La historia sobre el reencuentro de
dos ex militantes desconcierta especialmente al verse inmersa dentro de un
drama romántico de tintes nostálgicos. Para los que desconocíamos inicialmente
de cualquier detalle que nos aproximara a la sinopsis de la película, este
filme parecía perfilarse a una esencia del director Richard Linklater. Luego de
verla, este prejuicio suena descabellado.
La última tarde tiene una dialéctica bipolar que además de suscitar
inquietud complementa los ideales, tanto pretéritos como actuales, de sus
protagonistas. Laura (Katherina D’onofrio) y Ramón (Lucho Cáceres) vuelven a
verse luego de muchos años. La respuesta o aproximación al porqué de esa
“huida” de la mujer en un pasado, es el vaivén y el despertar de sentimientos e
ideologías. De ahí esa “bipolaridad” de la película de Calero, en donde por
momentos somos testigos de una radiografía social en cuanto a las posturas y
debates sobre una sociedad que ha sobrevivido y otra que aparentemente ha
fracasado, y, en paralelo, somos también testigos de un amor obstruido. El
dolor, la resignación y la memoria se despiertan en ambos casos. La presencia
de Ramón, ¿es acaso una demanda por el abandono a una causa o a un romance?
Definitivamente, son ambos. El personaje de Cáceres durante todo el camino se
reserva muchos conflictos. En tanto, el personaje de D’onofrio ignora o esquiva.
Uno interroga, la otra responde. El primero es activo, la segunda es pasiva. Ramón
no ha asimilado esa etapa (ideológica-romántica); Laura sí.
El filme camina entre
el melodrama (el del pasado o el que posiblemente Ramón aún cobija) y la porfía
ideológica. Sendos casos se van enriqueciendo mediante la remembranza y las
nuevas posturas. Se bosqueja de esta forma una sociedad durante la época del
terrorismo y posterior a esta. Del pasado ya se conoce, el presente es el que
interesa. Es el qué sucedió de los ex agentes del terror. Se hace alusión a lo
digerido, los resentimientos, la autocrítica, lo que no ha cambiado y lo que
sí. La última tarde es significativa
al tomar al “enemigo” como protagonista de testimonios que salen de un incógnito,
oralidad que sin dudas no trascendería de igual forma dentro de un ambiente
judicial, pero sí dentro de un ambiente íntimo o romántico (lo que por cierto
humaniza a ese posible adversario social). El espacio del recorrido de la
pareja toma un simbolismo expresivo. A la luz del día, al expendio de otros
ciudadanos, visitando en una secuencia el distrito miraflorino (una de las
grandes víctimas del pasado). Está también ese buen tino de expresar dos
perspectivas de ese ex agente ideológico. Esto, además, vuelca al romance a un
sentimiento que acrecienta la melancolía por su situación irreversible e
imposible. Hay más de una “causa” irresuelta, y ésta se llenó con desilusión o estoicismo.
La película de Joel Calero, incluso, finaliza con una escena áspera y deprimente.
Es como si toda marca de romanticismo se hubiese esfumado o reprimido.
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