Basado en un evento
infame. La directora Anne Fontaine narra un hecho recién concluida la Segunda
Guerra. En un convento polaco, un grupo de monjas será acogido por una joven
médica de la Cruz Roja (y no al revés), a raíz de un repentino embarazo de una
de sus miembros. La idea es mantener el auxilio clínico en absoluto secreto. Cualquier
publicación de ello no solo implicaría el cierre del claustro, sino que además el
repudio comunitario hacia la mujer encinta. Las
inocentes inicia su historia mediante una complicidad que para
entendimiento de Mathilde (Lou de Laage) resulta venial. El hecho es que las
religiosas reservan un secreto aún más dramático, el cuál obligará a su
bienhechora a comprometerse más, poniendo en riesgo su puesto en la clínica en
donde fue asignada, además de exponer su propia integridad ante la ocupación
del bando victorioso.
Lo atractivo en Las inocentes deviene de su afinidad con
el contexto. La localidad a las orillas de Varsovia define la desolación de
esta comunidad de religiosas, rodeada de la frigidez del clima y árboles
gigantes. Es además el mismo claustro, apañado por una opacidad ambiental, que
se define más a la reclusión. Y es que, en efecto, al igual que los monjes en De dioses y hombres (2010), las monjas
habitan con la angustia, a propósito de una guerra. Caso en la película de
Xavier Beauvois, ese conflicto está en gestión. Caso en la película de
Fontaine, la guerra ha concluido, pero ha comenzado a revelar secuelas
tempranas. A diferencia de De dioses y
hombres, en Las inocentes la “invasión”
ya se dio, y, en consecuencia, los rezos han sido desplazados por la pérdida de
fe. Lástima que la película de Anne Fontaine se incline más a lo argumental que
a la interiorización. Por momentos cede incluso a lo trivial. Muy a pesar, su
premisa principal no deja de persuadir.
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