La película de Ronny
Trocker inicia con un prodigioso plano general. Desde lo lejos, vemos a una marcha
fúnebre surcando por las faldas de los Alpes, para luego ascender a las alturas
de estos y descubrir una granja habitada por una anciana y su rebaño. El nivel
de preciosismo que expresa la fotografía, denotando un espacio bucólico y
entrañable, no volverán a repetirse en lo que va de ahí en adelante. Sin
embargo, ese salto terrenal entre la superficie plana y el de las montañas
europeas será una constante, a propósito de un hombre impedido de desasociarse
de su terruño. Los ermitaños (2016) hace
referencia a la frontera entre la vida en la urbanidad y la que, por ejemplo,
llevan dos ancianos en las lomas de los altos europeos, y, como punto medio, el
hijo de estos, asentado como trabajador en una cantera en la ciudad, pero que
siempre retorna.
Trocker reflexiona
sobre un habitat en decadencia, sensible a un tiempo muy extraño, en donde la
urbanidad se rige mediante normas absurdas y se ha acostumbrado a la
hostilidad. Los momentos en tierra firme son de confrontación y un
sentimentalismo desabrido. Tal vez sea por eso que Albert (Andres Lust) convirtió
el “retiro” en una rutina. A pesar de eso, la realidad en las montañas está a
contrarreloj y el entorno y la situación ha comenzado a repeler al último de la
generación. Los ermitaños tiene la propuesta
clara, pero carece de un conflicto insuficiente para llegar al estado emocional
de su protagonista principal. Pueda que el quiebre de la trama se haya
antecedido demasiado, y es por eso que lo resto se hace largo al tenerse una
noción de hacia dónde irá a derivar la historia.
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