sábado, 10 de junio de 2017

VIII Al Este de Lima: Sin Dios

Mediante una visión habitual para la fílmica de Europa del Este, aunque con un tratamiento diferente, la película de Ralitza Petrova se apropia de los elementos recurrentes de una Europa decadente, la degradación social, sobretodo la del sistema público, corrupción, impunidad, vicios que agudizan la perversión, además de retratar a una nación que todavía sufre de pesadillas con el comunismo. Pero Sin Dios (2017) no es miserabilista o hace un concierto de lo grotesco. El drama aquí se trata con una corrección y la puntualidad necesaria para esquematizar el entorno y el conflicto interno de su protagonista. Gana (Irena Ivanova) es una enfermera al cuidado de ancianos, además de ser impasible recaudadora de tarjetas de identificación que luego derivan a las manos de una mafia, que de pronto un evento inesperado provocará un cambio en ella; un cambio sin mucha bulla, silencioso.
Sin Dios no apela a los conductos o reacciones habituales del drama social o personal. Gana no tiene que sufrir de un soponcio para descubrir que se encuentra en el lado incorrecto. Ella irá camino a la redención; sin embargo, este tránsito no será triunfal ni se detendrá a dar explicaciones. Lo suyo es como una revelación; no busca razón para construir una lógica o argumentar. Basta citar un concepto tan amplio como la carencia de amor, aquella que, según su misma protagonista, es incapaz de percibir. Ni el sexo ya tiene sentido, a pesar de que está al alcance de habituales orgías. Se manifiesta así un llenado de ese vacío existencial. Es la fe en estado de recuperación, la cual no tiene que ver con alguna creencia hacia lo omnipotente, sino con las relaciones humanas, extintas por la burocracia que ha calado y derribado la integridad desde tiempos lejanos.

En una secuencia, una anciana hace una remembranza, casi en tono de añoranza, a los momentos de la ocupación nazi, tiempos “mejores” que la era que estaba próxima a llegar. Petrova hace un retrato a una nación acuñada como “post comunista”. Es la Bulgaria que aún convive con el estigma. Han pasado muchos años, pero las usanzas del comunismo no se han postergado. Las persecuciones solo han replanteado sus formas de opresión. Literalmente, el sistema parece caminar entre las conmemoraciones de sus caídos, hoy escombros, y de paso pisotea las lecciones de su propia historia. Sin Dios despliega un entorno en donde algunos edificios parecen todavía reflejar a una sociedad carcomida, habitadas por próximas generaciones huérfanas. Su cinismo además es aplastante.
Hay una alusión a una sociedad envuelta en un eterno recorrido rumbo hacia el paredón. Un anciano –el único que retrae a Gana lo más próximo a una relación humana– le cuenta los instantes previos en que estuvo a punto de ser condenado a muerte en tiempos del comunismo. Por otro lado, uno de los representantes de la mafia invoca su propia muerte. Tanto víctimas como agresores padecen de ese agotamiento que los mantiene expectantes a lo trágico. Ambos casos se desplazan en una vida llena de una angustia, ante una muerte que todavía no se concretada y alarga un sufrimiento que luce inacabable dentro de ese orden. Al parecer, la única forma de garantizar ese fin es transgrediendo lo establecido.

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