Mediante una visión
habitual para la fílmica de Europa del Este, aunque con un tratamiento
diferente, la película de Ralitza Petrova se apropia de los elementos
recurrentes de una Europa decadente, la degradación social, sobretodo la del
sistema público, corrupción, impunidad, vicios que agudizan la perversión,
además de retratar a una nación que todavía sufre de pesadillas con el
comunismo. Pero Sin Dios (2017) no es
miserabilista o hace un concierto de lo grotesco. El drama aquí se trata con
una corrección y la puntualidad necesaria para esquematizar el entorno y el
conflicto interno de su protagonista. Gana (Irena Ivanova) es una enfermera al
cuidado de ancianos, además de ser impasible recaudadora de tarjetas de
identificación que luego derivan a las manos de una mafia, que de pronto un
evento inesperado provocará un cambio en ella; un cambio sin mucha bulla,
silencioso.
Sin Dios no apela a los conductos o reacciones habituales del drama social o
personal. Gana no tiene que sufrir de un soponcio para descubrir que se
encuentra en el lado incorrecto. Ella irá camino a la redención; sin embargo,
este tránsito no será triunfal ni se detendrá a dar explicaciones. Lo suyo es
como una revelación; no busca razón para construir una lógica o argumentar.
Basta citar un concepto tan amplio como la carencia de amor, aquella que, según
su misma protagonista, es incapaz de percibir. Ni el sexo ya tiene sentido, a
pesar de que está al alcance de habituales orgías. Se manifiesta así un llenado
de ese vacío existencial. Es la fe en estado de recuperación, la cual no tiene
que ver con alguna creencia hacia lo omnipotente, sino con las relaciones
humanas, extintas por la burocracia que ha calado y derribado la integridad
desde tiempos lejanos.
En una secuencia, una
anciana hace una remembranza, casi en tono de añoranza, a los momentos de la
ocupación nazi, tiempos “mejores” que la era que estaba próxima a llegar.
Petrova hace un retrato a una nación acuñada como “post comunista”. Es la
Bulgaria que aún convive con el estigma. Han pasado muchos años, pero las
usanzas del comunismo no se han postergado. Las persecuciones solo han
replanteado sus formas de opresión. Literalmente, el sistema parece caminar
entre las conmemoraciones de sus caídos, hoy escombros, y de paso pisotea las
lecciones de su propia historia. Sin Dios
despliega un entorno en donde algunos edificios parecen todavía reflejar a una
sociedad carcomida, habitadas por próximas generaciones huérfanas. Su cinismo
además es aplastante.
Hay una alusión a una
sociedad envuelta en un eterno recorrido rumbo hacia el paredón. Un anciano –el
único que retrae a Gana lo más próximo a una relación humana– le cuenta los
instantes previos en que estuvo a punto de ser condenado a muerte en tiempos del
comunismo. Por otro lado, uno de los representantes de la mafia invoca su
propia muerte. Tanto víctimas como agresores padecen de ese agotamiento que los
mantiene expectantes a lo trágico. Ambos casos se desplazan en una vida llena
de una angustia, ante una muerte que todavía no se concretada y alarga un sufrimiento
que luce inacabable dentro de ese orden. Al parecer, la única forma de
garantizar ese fin es transgrediendo lo establecido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario