viernes, 9 de noviembre de 2018

4 Semana del Cine ULima: Apuntes al cine nacional

En Rutinas (2017) se descubren los testimonios y métodos pedagógicos de docentes evocados a la enseñanza de arte. La directora Paola Vela descubre con parsimonia las instrucciones y lecciones de cada profesor como si se tratará de los primeros trazos a un lienzo en blanco. Su dinámica nunca pierde el ritmo. Este documental no provoca drama e incluso empatía, tampoco exige una propuesta visual. Es el encuadre recio a lo que es de su interés: la limitación al diálogo entre el profesor y alumno, y que por momentos sirva como manual de los principios del dibujo. Los cortadores de sillar (2018), por su lado, tiene la impresión de ser también un documental que contempla una rutina, en este caso, el de los canteros de sillar en Añashuayco. Lo cierto es que el director Alfredo Benavides Watmough apenas nos descubre el hábito de este oficio, revela el estado de contingencia al que están expuestos los cientos de trabajadores que pertenecen a distintas asociaciones de dicha cantaría arequipeña, a pesar de haber sido esta zona reconocida como Patrimonio Cultural. Este documental resulta ser un aviso a la fragilidad de lo patrimonial.
En Prueba de fondo (2018) se descubre otra rutina o, para ser más preciso, una disciplina: el atletismo en el departamento de Huancayo. No es correcto decir que es un filme que se inclina solamente a la imagen de Inés Melchor. La multipremiada atleta, en efecto, es centro dentro de la película, sin embargo, no es la única protagonista. Este documental realizado por Christian Acuña y Óscar Bermeo se encarga también de dar palestra a los antecesores y las futuras promesas de este deporte. De pronto Melchor es más estímulo que presencia, así como otros que triunfaron dentro del deporte. Acuña y Bermeo realizan un documental compuesto por un guion que para bien respeta el orden cronológico pues da virtud de méritos que son producto de un proceso disciplinado. Prueba de fondo, además de su valor inspirador, cumple con el registro correcto de una edición dinámica que no encuentra bajos en su ritmo.
Diferente a este es Lima en la piel (2018). Este documental no tiene la corrección de la anterior mencionada, y en cierta forma la misma se puede convertir en un atractivo. La directora María José Moreno genera un registro amateur. Su película por momentos está compuesta por planos atropellados, movimientos de cámara sinuosos, desenfoques de la lente y la intromisión vocal de la misma autora. La postura de la directora es la de una “intruso” invadiendo las intimidades de un grupo de personajes de estampa local. No es únicamente la cámara y el protagonista tratando de ser sí mismo, sino que es también Moreno dialogando –desde el fuera de campo– con sus protagonistas. En ocasiones somos testigos de sus direcciones a los ahora actores. Ya para cuando sus personajes toman las riendas, es decir, son ellos mismos, se revela el lado autentico de estos. No es casualidad que los mejores momentos de Lima en la piel son los instantes en que las rutinas se descubren, sea transitando por un puente barranquino o a luz apagada en un hotel en el Centro de Lima.
Brujas (2017) es otro documental que busca retratar para ver más allá. La directora Carmen Rojas Gamarra recorre las calles de Madrid y hace un sondeo a bandas de tendencias punk compuestas por mujeres. El contenido da indicio que se está incrementando una ola de estos grupos musicales que coinciden en cuestionar el prejuicio de que una banda o género musical tiene que ser exclusividad de un género, el masculino. Vale precisar que Brujas, a pesar de que varias de sus protagonistas no se definan como tal, es un filme de claras inclinaciones feministas. Ese es un detalle importante y, de paso, una definición de su naturaleza y la lección social que aporta este movimiento. La no militancia no necesariamente desvincula al individuo promedio de la postura feminista, que es el abogar por una igualdad de género. Mismos derechos, misma libertad de elección de roles y mutuo respeto entre hombres y mujeres. Rojas capta significativos testimonios que se reducen al concepto en que todo sujeto, por naturaleza, debe reaccionar frente a cualquier acto de represión hacia al género. Brujas, tal vez sin buscarlo, capta esa realidad degradante y cotidiana que padecen muchas mujeres, y además no duda en publicar hasta las posturas más radicales del feminismo.
En Nervosa (2017) vemos también un tipo de violencia que es ocasionalmente exclusiva a la mujer. Esta película de ficción toma como protagonista a Alina, una adolescente que vive rodeada del juicio hacia el cuerpo. El director Sebastián Plascencia aborda el tema de la bulimia desde la hostil relación entre una madre y su hija. Para hacerlo más dramático, la historia invoca el oficio del ballet, área sometida a un hábito riguroso en donde el sobrepeso es un impedimento para el desarrollo y superación en este tipo de baile. La frustración y el bloqueo anímico y físico de Alina comienzan a generar en ella síntomas mentales. Su deseo de ser aprobada por su madre se convierte en obsesión. Evidentes son las aspiraciones a quererse realizar una versión de El cisne negro (2010).
Por su lado, Aj zombies! (2017) supera las expectativas. La película de Daniel Martín Rodríguez, que originalmente tuvo un formato de serie web, contiene el ritmo de una situación en vías del apocalipsis. Todas las acciones son precipitadas, lo que de paso no da lugar a cuestionar los hechos, y eso incluye a los disparatados giros cómicos que el director se va ingeniando no solo para dar fluidez a la simplicidad de la trama –el de la road movie que moviliza de un punto a otro a los protagonistas– sino también para otorgar ese aire de renovación a la situación que siempre se reducirá a los personajes escapando de la jauría de muertos vivientes. Es a propósito de este rasgo que Aj zombies! se convierte en un filme irreverente y creativo. Rodríguez asume el humor de comedias de terror tipo Zombieland (2009) o Lo que hacemos en las sombras (2014) que combinan sketchs sacados de una sitcom o un impro, transpone la naturaleza de su género –tiene de romance, de musical, de combate tarantinesco– y la convierte en un pastiche, rompe con la cuarta pared. Es un filme que se construye en base a una estética de lo bizarro, el gusto por lo camp debido a sus sobrecargos dramáticos o a lo kitsch debido a la trivialidad que curiosamente funciona dentro de tanta excentricidad. Los personajes, cada uno asumiendo un carácter distinto, a veces repelente al otro. Un final abierto y conmovedor. Tiene de dramático. Tras la única muestra de afecto real y natural que asume la más recia del grupo, la cámara asume un dolly out –clásico movimiento de cierre dramático de despedida– y la música que cambia a un tono de congoja.

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