Un derrotero sobre la
restauración personal en medio de lo calamitoso. Por mucho que el panorama
social tenga un estímulo crucial en el comportamiento del protagonista de esta
historia, Sollers Point (2018) no
deja de contener un conflicto interno. Keith (McCaul Lombardi), un joven en sus
veintes, cumple una libertad condicional. Desde un principio se demarca una
carga de culpa que pesa sobre este personaje. Es por esa razón que en parte las
reacciones del mismo no se desvían a una condena autoimpuesta. La fílmica de Matthew
Porterfield hace retratos de la disfuncionalidad personal, familiar y
comunitaria en contextos suburbiales menesterosos de Baltimore y afines. Su
mirada resulta un tanto objetiva por el aire decadente y desencantado. Sus
historias no maquillan, no son happy
endings, no hay rastros de aprendizajes, sino de continuidades que ninguno
hace esfuerzo por corregir.
Sollers Point se podría decir que manifiesta a un protagonista que sí
busca la reformación. Lo cierto es que, además del entorno, algo inconsciente
le impide deslindarse a totalidad con un pasado que reniega. Lo atractivo de
este filme es que teje este tránsito personal mediante elipsis. El paso del
tiempo es imperceptible, no solo por el efecto de edición, sino porque la
realidad de Keith no está lejos a la del inicio. No hay cambios, todo sigue
igual. Porterfield deja en claro que esta realidad será incorregible mientras
no exista una funcionalidad en conjunto. No basta Keith y su deseo de
superación, está también los efectos colaterales, los provocados por el
carácter impredecible de su padre, las pandillas, el oficio fácil, la misma deficiencia
comunitaria. No es de sorprender el cierre de la historia. Matthew Porterfield en
su deseo de lo cotidiano, cae en lo trivial. Desde su experimento transficcional
en Putty Hill (2010), el director no
ha encontrado la reinvención de su discurso.
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