Así como en Hedi (2016), ópera prima de Mohamed Ben
Attia, en esta nueva historia vemos a una figura paternal constrictora que
sofoca al hijo y lo compromete a los deseos que obedecen al orden conservador
de la sociedad tunecina. Mi querido hijo (2018)
inicia con un sobre aviso: el primogénito sufre un ataque de migraña, una
severa. A partir de esto, los padres no dejarán de volcar sus preocupaciones
hacia el adolescente. La madre es estricta y hasta opresora, el padre es
complaciente y sobreprotector. La pareja vuelca sus emociones al adolescente
que está a vísperas de un examen que lo enrumbará a la vida adulta. Es el hijo acongojado
por las expectativas de sus padres. La película tiene los recursos para generar
una fuerza dramática, sin embargo, Ben Attia opta por lo sintomático. Lo más
atractivo del filme corresponde a los primeros planos al rostro del muchacho
reprimiendo la angustia, encorvándose, desviando la mirada hacia el vacío,
además de otras señas que da indicio de la seriedad del asunto.
Incluso cuando lo
inesperado acontece, la historia sigue el mismo ritmo casi parco. Hay un
ejercicio de la contención incluso en los momentos de desesperación. Mi querido hijo en lugar de desfogar
emociones, libera signos de escozor, huellas físicas que delatan un malestar. El
protagonismo de Mohamed Dhrif como el padre no solo sobresale por su presencia
constante, sino también por su involución física. La consumación de su
semblante da pauta del tránsito del drama y del tiempo. A esto le acompañan los
gestos que adoptó en el tramo. Sin darse cuenta, va asumiendo la desidia que en
un momento quiso curarle a su hijo. A este cuadro íntimo, Mohamed Ben Attia le
suma el calor político. Refugiados y la situación Siria son temas de coyuntura
en la Túnez de hoy. La familia de pronto es el reflejo de una crisis de
identidad que se manifiesta a nivel global, en donde el valor social toma
orden, pero no deja de gestar el desorden.
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