Si bien su interés
primario es recrear un retrato generacional musical y contestatario, la nueva
película de Kirill Serebrennikov parece inclinarse más en evaluar el menage a trois que resulta entre los
protagonistas de la historia. Leto (2018)
es un biopic sobre el encuentro entre
los cantautores soviéticos Viktor Tsoi (Teo Yoo) y Mike Naumenko (Roman Bilyk),
sus estilos que se complementan, pero que no dejan de ser incompatibles. Existe
una admiración mutua, aunque también una suerte de rivalidad silenciosa, que no
necesariamente está asociada o se gesta ante la presencia de Natasha (Irina
Starshenbaum), la esposa de Mike. La escena de una entrevista y una pregunta
sobre “el concierto ideal” para los músicos pone en evidencia que ambos
personajes apuntan a una misma dirección, solo que asumiendo rutas distintas y
distantes. Y es obvio que este pensamiento musical también se reflejará en el
plano sentimental, siendo uno más romántico, mientras que el otro es
emocionalmente sobrio.
Leto tiene de melodrama y musical, todo sujeto desde una puesta en escena que
alude a una generación que, a pesar de la época controladora, vive con
optimismo al saber encontrar sus canales de evacuación mediante conciertos y
grabaciones, desde donde se difunden canciones ambiguas (esquivando la censura
estatal), o por medio de sus fantasías compartidas, estas concretadas mediante
escenas cantadas que son registradas en planos secuencias. Es el lado encantado
y pretencioso del filme que se esfuerza por ajustar su historia a canciones de
Iggy Pop o Lou Reed. Es el tributo a lo occidental, algo que se manifiesta
también en el triángulo amoroso que alude a la retórica de las corrientes del
cine francés. Kirill Serebrennikov quiere hacer las de Philippe Garrel, pero su
filme tiene mucho de romanticismo de exportación. No hay un discurso del amor,
o si lo hay es ínfimo o infantil.
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