viernes, 22 de noviembre de 2019

Netflix: El irlandés

La narración en clave retrospectivo en el cine de Martin Scorsese no es novedad. La intención de que uno de los protagonistas de la historia se comporte como un guía de los acontecimientos garantiza el entendimiento de un panorama que es muy amplio y frondoso, aquel que no solo implica una compleja red de sucesos y pormenores, sino que también demanda a la introducción de todo un colectivo de personajes, cada uno con sus propios credenciales –que a veces invitan al narrador a hacer pausas que encausan a los típicos flaskback–, que son los responsables de echar a andar un entorno muy bien articulado. Las historias de Scorsese son exigentes en la materia de información y antecedentes, y, por tanto, exigen además a un conductor que la pega de cronista, historiador y, ocasionalmente, soplón. El irlandés (2019) se sostiene de un narrador con mismas pretensiones, aunque con un particular esencial.
No es gratuito que Scorsese en esta ocasión simplemente no suelte la lengua de su orador. La historia central comienza minutos después. Antes, la cámara circundará los espacios de un territorio en busca de su narrador y protagonista principal. ¿Desde dónde habla este narrador? ¿En qué momento de su vida decide narrar su historia? Son preguntas a atender y que se aclaran su propósito recién en la última etapa del filme. Así como en Silencio (2016), es muy significativo el modo cómo se concibe el narrador en primera persona. ¿Con qué intención los protagonistas de Casino (1995) comienzan a dar detalle de la industria del casino, además de su inmersión en un triángulo amoroso? El simple goce de revelar lo que pocos saben y muchos imaginan. En tanto, el caso o motivación del jesuita Rodrigues es distinto. Para él, el narrar su historia, es un acto de depuración. No en vano lo que cuenta se escribe sobre el papel de un diario, desde lo intrascendente hasta sus pensamientos más impronunciables. Silencio es un filme confesional y El irlandés parece perfilarse a esto.

Frank Sheeran (Robert De Niro), un irlandés veterano de la Segunda Guerra, nos cuenta sobre sus labores como sicario dentro de una mafia italoamericana. En toda esta discursiva, vemos mucho del clásico Scorsese. Es la presentación a la estructura de un escabroso negocio que se robustece mientras va generando titulares, pugnas externas e internas, y, posteriormente, vínculos políticos, ese detonante que pondrá un tope a la escalada –y que en Buenos muchachos (1990) fue el narcotráfico–. Es una nueva historia dentro de un similar universo que el director antes haya realizado. En definitiva, aquí lo más novedoso es la asistencia a la tecnología del CGI, aquella que permite –sobre todo en el principio– rejuvenecer o envejecer a los actores, según la pauta del narrador; por lo resto, El irlandés resulta familiar y, en cierto extracto, agotador; en mayor parte, consecuencia del enrollo político que parece mimetizarse con la coyuntura de la Guerra Fría. Más tensiones, pocos instantes de enfrentamiento. Y este rasgo, incluso, parece generalizado. Este filme, en distinción a otros del director, no está presionado a ser sórdido. La violencia aquí está calibrada.
Lo atractivo de la película comienza desde el momento en que se revela el gran dilema del protagonista principal. Es Frank, el sicario, convirtiéndose en mediador y, posteriormente, en mensajero de un enfrentamiento. Es la resistencia a ser el ejecutor de la situación en cuestión. Scorsese alarga el drama para alimentar la angustia de su personaje. Son escenas que se manifiestan en el orden de un calendario, el acortamiento de una fecha a punto de llegar, que no es nada más que la aproximación al momento del clímax. Mientras más se acerca la acción al momento crucial, el tiempo de duración parece extender su alargue; y eso lo convierte en una estrategia soberbia. Scorsese combina escenas de tensión con otras que aparentan no serla. Frank se desplaza entre entrevistas con diálogos puntuales y secos, y las extendidas y con reacción dramática. Fundamental hacer un comparativo entre la personalidad calmada y hasta protocolar de Russell Bufalino (Joe Pesci) y el temperamento impetuoso y, en cierta manera, desafiante de Jimmy Hoffa (Al Pacino). No solo es el disentimiento de propósitos, sino también el de caracteres.

Este encuentro, y en medio la figura de Frank, recuerda, en una versión menos violenta y caricaturesca, al choque entre el cargoso negociante de pelucas Morris y el alto de la mafia James Conway, y entre estos Henry Hill, en Buenos muchachos. Estas dos esperas estimulan la ansiedad; ¿qué pasará con este sujeto al que la mafia le ha puesto la mira? En tanto, existe una diferencia abismal entre el dilema de Henry y Frank. Sin que lo mencionen, hay un punto de inflexión en la larga cadena de servicios que estos personajes han efectuado sin titubeo dentro del sistema al que sirven; sin embargo, el tono dramático con que Frank narra las circunstancias en las que está implicado, lo delata como un individuo que está siendo sorprendido por un conflicto moral pronunciado. Es a propósito de la fidelidad que tiene Frank hacia su amigo Hoffa que se alienta la ansiedad a un nivel superior a la situación de Henry en Buenos muchachos. El clímax de la disyuntiva de Frank desembocará en una larga y formidable secuencia que equivale a un vía crucis para el protagonista. Formidable, pero no lo mejor del filme. Lo siguiente es magistral.  
Posterior al clímax, después de la prolongación de la acción, todo sucede de una manera rápida e intempestiva. Como si se tratase de un sueño, en un abrir y cerrar de ojos, el narrador concluye su historia, lo que a su vez es la conclusión de una era. Entonces inicia otra película. El irlandés, desde un plano apartado, es la historia de un ex miembro de la mafia en clave confesional, un acto de remordimiento provocado por la propia conciencia y el advenimiento de lo decadente. La fugacidad con que termina el narrador su historia parece ilustrar a una sociedad desaparecida, no tanto por las condenas impuestas, sino por una cuestión natural; el juicio inevitable. Por encima del testimonio del hampa, Martin Scorsese compone un testimonio desde y sobre el ocaso. Vemos al protagonista de El irlandés extinguiéndose en su propia ley. Son las consecuencias lapidarias de una lealtad férrea, un cuadro totalmente contrario al que es merecedor en su final el cínico protagonista de Buenos muchachos, quien ha extraviado la moral o simplemente no es presionado por esta. Por su parte, Frank tiene consciencia y tiene a su frente la mirada silenciosa y acusante de su hija Peggy (Anna Paquin).

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