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viernes, 16 de abril de 2021

Oscar 2021: Quo Vadis, Aida? y The Man Who Sold His Skin

Una aproximación al rol ocasionalmente ineficaz que cumple la ONU en los conflictos bélicos. Quo Vadis, Aida? (2020) se inspira en los hechos reales vividos por una traductora bosnia contratada por dicha organización encargada de refugiar a los ciudadanos de su pueblo, el cual estaba a punto de ser invadido por las tropas serbias durante la guerra balcánica en la década de los 90. El seguir a la protagonista es, básicamente, seguir la pauta sobre cómo la ONU va manejando la situación, ello a propósito del diálogo que los representantes establecerán con los ciudadanos o los invasores, y que Aida (Jasna Djuricic) tendrá que traducir. La directora Jasmila Zbanic parece haber encontrado en la naturaleza del oficio de su protagonista una forma particular de entender la impotencia vivida por el bosnio promedio. Aida no solo repite el sentido de las palabras, sino también se entera de los protocolos inseguros y a veces improvisados de esos que la contrataron. Vemos la reacción de la trabajadora temporal, sin embargo, su función es la de traducir y no intervenir. Ella tiene que cumplir con lo que dice el mensaje, por mucho que días u horas atrás el mensaje fuese todo lo contrario.

Esto no es más que el reflejo de la reacción de cualquier comunidad que en algún momento fue “protegida” por la ONU en circunstancias de emergencia bélica al no contar con una autoridad y estar en riesgo de invasión. Así como a Aida, a los bosnios no les quedaba más que acatar las decisiones convenidas por el organismo, por muy ilusas o inconvenientes que estas podrían ser. Estaban a merced de un ente incompetente que no representaba un liderazgo protocolar o bélico. Vemos, literalmente, como los “salvadores” son continuamente intimidados y humillados por las tropas serbias cuando más bien deben de ejercer una postura totalmente contraria. Quo Vadis, Aida? hace una crítica afilada al describir a la ONU como un grupo de delegados que se les asigna casos sin un plan de contingencia. Obviamente, el gran enemigo sigue siendo la barbarie serbia; muy a pesar, la historia asume como primer plano la inútil actuación del organismo mundial específicamente dentro de ese escenario, reconociéndolos como portavoces que no tienen nada que perder si las cosas salen mal. Jasmila Zbanic tal vez no mencione algo que no sabemos, pero su película no deja de ser estimulante dado el trayecto que asume su protagonista, siempre activo, sin pausa, apenas con un par de espacios que servirán de antesala para que la impotencia llegue a tope.

The Man Who Sold His Skin (2020), de Kaouther Ben Hania, por momentos parece tratarse de una visión satírica al mundo del arte posmoderno a la línea de The Square (2017), de Ruben Ostlund. El hecho es que el polémico plan de un artista de tatuar en la espalda de un indocumentado una visa vira hacia una perspectiva que, por muy excéntrica que sea su representación o performance artística, genera al menos un mensaje con un sentido objetivo que se libera de cualquier pragmatismo o contenido “profundo” e incodificable. No hay que ser un leído del arte –o un snob– para comprender que la obra del artista en cuestión es una ironía que agrede a los refugiados sirios, siendo el lienzo de la creación la espalda de Sam (Yahya Mahayni), un joven sirio que ha escapado de su país un poco antes del estallido de la guerra. Lo cierto es que gran parte de la película se concentra no en los argumentos del artista, sino en la reacción del aludido, en principio, desde su condición de representante vergonzoso de la comunidad siria, y, luego, como sujeto que pierde su identidad para convertirse en objeto de consumo.

Sam se presenta en la trama como un joven desprendido de su realidad social y atado a sus fantasías de expandirse por las rutas de Europa, posiblemente, a fin de llamar la atención del amor de su vida. El convertirse en pieza de arte será la aproximación a sus deseos. Vemos así a un hombre que cree explotar su cuerpo para alcanzar sus deseos, sin embargo, es más bien su propia identidad la explotada. No es cualquier espalda, es la de un sirio. El rostro no importa, pero sí la identidad. Y Sam no concientiza eso. The Man Who Sold His Skin es un tanto cuestionable ya que siendo esta ofensa el foco del problema, el protagonista no parece generar una reflexión sobre el valor de su identidad o hace signo de protesta que demanda el respeto hacia su condición de vida y el de sus iguales. En su lugar, Sam reacciona para cuando percibe su estado de cosificación, el tránsito de sujeto a obra de arte que aumenta su valor y, en consecuencia, restringe sus privilegios de libertad o derechos humanos. Sam demanda el haberse transformado en una pieza del mercado. Esto lo persuadirá a recuperar su identidad. Claro que no es el retorno de un hijo pródigo que ha revalorado su condición social, sino el de un hombre que solo quiere dejar de ser tratado como objeto. No hay un escenario autocrítico respecto al padecimiento de los sirios en The Man Who Sold His Skin.

domingo, 2 de junio de 2019

X Festival Al Este de Lima: La carga

El protagonista conduce un camión de carga de Kosovo a Belgrado, y a pesar que casi toda la película transcurre en la carretera, no estamos tratando con una road movie. La carga (2018) relata la historia de Vlada (Leon Lucev), un conductor que labora para la OTAN a finales de los noventa, momentos en que la guerra en los Balcanes se concentraba en la ciudad de Kosovo. Es a propósito de esa coyuntura que el director Ognjen Glavonic no pretende convertir al camionero en único centro de atención. En su lugar, este personaje parecer ser un excursionista más en una nación disuelta, lugar plagado de personas en tránsito. La ruta de camino despliega un panorama de la migración forzada. Eso responde a la atmósfera desoladora e inhóspita, espacios vacíos y una continua fiscalización. Es una película que retrata un drama amplio, a pesar que existe instantes de dramas personales, que no son más que prolongaciones de la crisis nacional.
Vlada parte de Kosovo con una interrogante y, tal vez, un presentimiento. ¿Qué está transportando? ¿Qué es ese cargamento que se le ha prohibido ver? Es posible que siempre lo supo; sin embargo, cumple con la orden ante la necesidad. A raíz de esto es que la película en un principio se pueda interpretar como un thriller. Lo cierto es que la intención del director serbio es más simple. La sola premisa de La carga se convierte en una metáfora sobre los ciudadanos que han optado por quedarse. El estancamiento y resignación de quedarse implica un peso doloroso. Claro que eso no garantiza que los que se marchan tengan un aura optimista. Un optimismo falso, sí. El conflicto no solo ha generado pérdidas físicas y materiales, sino que también ha aniquilado los ánimos, especialmente, en las generaciones adultas. Es una comunidad sobreviviente, aunque marchita, posiblemente –en base al cierre de la historia–, en espera que los jóvenes renueven los ánimos.